Todas las naciones tienen sus héroes. Casi todas las personas también.
Sin duda, a lo largo de la historia han existido figuras heroicas que se han convertido en ejemplos de coraje, dignidad, sacrificio…
Sin embargo, el filósofo Søren Kierkegaard, quien una vez reconoció que su propósito al escribir era “complicarles” la vida a sus lectores porque quería dinamizar pensamiento y empujarles a cuestionarse lo que siempre habían dado por sentado, se preguntó hasta qué punto esa tendencia social a alimentar la admiración por el héroe es positiva o incluso deseable.
La admiración conduce a héroes repantigados en el sofá
“Uno puede admirar a una persona que atraviesa a nado el canal, una segunda que sepa 24 idiomas o una tercera camine sobre sus manos. Pero si se supone que esa persona es superior respecto a los valores universales por su virtud, fe, nobleza, fidelidad, perseverancia… entonces la admiración es una relación engañosa… Lo que es superior respecto a lo universal no debe presentarse como un objeto de admiración, sino como una exigencia”, escribió Kierkegaard.
Básicamente, el filósofo nos alerta de que la mera admiración de la figura del héroe, asumiendo que se encuentra por encima de la mayoría de los mortales, es un camino alfombrado que nos conduce a repantigarnos en el sofá. Admirar al héroe pensando que es una persona superior no suele conducir a ningún cambio en nuestros comportamientos, de manera que sería bastante inútil.
De hecho, Kierkegaard apunta que “existe una diferencia infinita entre un admirador y un imitador, porque un imitador es, o al menos se esfuerza por ser, lo que admira”. Para el filósofo, limitarse a admirar al héroe sería el equivalente moderno a dar un “me gusta” en las redes sociales a una publicación sobre un acto loable. No va más allá. Cuando salimos de Internet, esa admiración momentánea por el héroe anónimo no tiene más repercusiones sobre nuestro comportamiento.
El problema se origina cuando la admiración se sustenta en gran medida en la creencia de que existen algunas personas superiores que pueden hacer cosas impensables para el resto de los mortales. Las admiramos, pero colocándolas en un pedestal. Y eso nos conduce al inmovilismo. Nos quedamos atrapados en la admiración sin preguntarnos qué podemos hacer para llevar a la práctica esos valores en los que creemos.
El heroísmo como sinónimo de madurez y libertad
Para Kierkegaard “la admiración no tiene cabida o es una forma de evasión” porque no conduce a una acción, sino que se convierte en una especie de consuelo para preservar la imagen positiva que tenemos de nosotros mismos. Mediante el mecanismo psicológico de la introyección, nos atribuimos características de las personas a las que admiramos. Eso nos hace sentir bien con nosotros mismos. Pero sin tener que mover un dedo.
Kierkegaard reconoció que cada persona arrastra diferentes obstáculos internos, pero uno de los más comunes es la tentación de pensar que es suficiente con admirar al buen samaritano para convertirnos en uno, mientras ignoramos por simple pereza la exigencia de convertirnos en uno.
El psicólogo Philip Zimbardo coincidía en algunos aspectos con Kierkegaard: “una conclusión de mis investigaciones es que pocas personas hacen el mal, pero muchas menos actúan heroicamente. Entre esos extremos de la curva de campana de la humanidad se encuentran las masas, la población general que no hace nada, a quienes llamo los ‘héroes reacios’, aquellos que rechazan el llamado a la acción y, al no hacer nada, a menudo apoyan implícitamente a los perpetradores del mal”.
Kierkegaard estaba convencido de que ser uno mismo es una exigencia ética que no se dirige simplemente a las “singularidades excepcionales”, a esos héroes admirados, sino que concierne a todos y cada uno de nosotros.
Sin embargo, la deshumanización, la difusión de la responsabilidad, la obediencia a la autoridad, los sistemas injustos, la presión grupal, la desvinculación moral y el anonimato son algunos de los condicionantes sociales que nos conducen a admirar al héroe, pero de manera apática y lejana.
De hecho, aunque la palabra héroe se popularizó para referirse a los semidioses – que tenían poderes sobrenaturales y, por tanto, inalcanzables para los comunes humanos – una de las teorías más antiguas sobre su etimología se refiere a que “el héroe es aquel que ha alcanzado la madurez y expresa de forma plena su condición humana”.
Desde esta perspectiva, que coincide plenamente con la visión de Kierkegaard, la figura del héroe sería la de una persona que logra vencer sus determinismos, tanto sociales como míticos, históricos y autobiográficos, para conseguir la libertad y salir de esa curva de campana donde se marchita la mayoría.
Por consiguiente, si existe algo de admirable en la admiración, es su capacidad para revelarnos lo que consideramos adecuado o correcto, para mostrarnos los valores con los que nos sentimos identificados y darnos algunas pistas sobre los comportamientos a seguir.
No obstante, si esa admiración no nos impulsa a la acción, si no nos lleva a realizar esos pequeños actos de heroísmo cotidiano, como ayudar a las personas que nos rodean, entonces la admiración se convierte en una zona de confort en la que languidecemos mientras caemos en la simple adoración de los ídolos de la que ya nos había alertado Erich Fromm.
Fuentes:
Marino, G. (2022) Why Kierkegaard believed it’s lazy to admire our moral heroes. En: Psyche.
Collin, D. (2021) Ethical heroism according to Kierkegaard: being true to oneself. Revue d’éthique et de théologie morale; 132(4): 71-84.
Zimbardo, P. (2011) What Makes a Hero? En: Greater Good Magazine.
Deja una respuesta