“La belleza de la vida es inseparable de su fragilidad”, dijo la psicóloga Susan David resumiendo a la perfección la importancia de la agilidad emocional. Reímos y lloramos. Amamos y detestamos. Nos peleamos con alguien, pero cuando se va lo extrañamos. La vida fluye, pasando continuamente de la felicidad a la tristeza.
Si no aprendemos a fluir con esos estados, nos quedaremos atascados. Terminaremos “embotellando” emociones como la rabia, la tristeza, la nostalgia o la frustración. Esas emociones nos harán daño, minarán desde la sombra nuestro bienestar y saldrán a la luz de la peor manera. Para evitarlo necesitamos desarrollar la agilidad emocional.
¿Qué es la agilidad emocional y por qué es tan importante?
Todos tenemos una idea más o menos clara sobre cómo deseamos sentirnos, relacionarnos y vivir. Sabemos qué tipo de padres deseamos ser o qué tipo de relación de pareja nos gustaría mantener. También sabemos cómo nos gustaría sentirnos y qué objetivos queremos lograr en la vida.
Sin embargo, a menudo los problemas del día a día nos apartan de esas metas y nos impiden ser la persona que deseamos. El atasco interminable en la carretera, el retraso del metro, el malentendido con nuestra pareja nada más comenzar el día o una mala jornada en el trabajo nos pueden hacer sentir mal. Si no metabolizamos esas emociones, sino que las acumulamos, nos quedamos atrapados en la tela de araña que construyen en nuestra mente.
Susan David hizo referencia al concepto de agilidad emocional para referirse a la “capacidad de estar con uno mismo de una manera valiente, curiosa y compasiva”. La agilidad emocional nos permite estar a solas con nuestros pensamientos, emociones y las historias que construimos sin que estos nos alejen de nuestros objetivos o nos arrebaten nuestro equilibrio mental.
Por ende, la agilidad mental implica comprender las emociones y los pensamientos como “mera” información. No son resortes que nos empujan a actuar sino tan solo información que debemos usar inteligentemente. La clave radica en desarrollar la agilidad necesaria para pasar de un estado afectivo a otro, sin quedarnos atrapados en aquellos que nos limitan o hacen daño.
¿Cómo desarrollar la agilidad emocional?
Reconocer los patrones mentales en los que nos atascamos
El primer paso para desarrollar la agilidad emocional es notar cuándo nos hemos quedado atrapados en nuestros pensamientos y sentimientos. Cada día decimos una media de 16.000 palabras. Eso significa que por nuestra mente pasan muchísimos pensamientos. La mayoría no son hechos, sino valoraciones y juicios entrelazados con emociones. Algunos de esos pensamientos son positivos y útiles, como cuando nos elogiamos por el trabajo bien hecho o nos damos ánimo antes de emprender un desafío. Otros son negativos y limitantes, como cuando nos decimos que haremos el ridículo o que no podremos lograrlo.
Es difícil reconocer esos pensamientos y los estados emocionales que generan porque muchos de ellos se han convertido en parte de nuestro diálogo interno, pero hay algunos signos reveladores. Una de esas señales se produce cuando nuestro pensamiento se vuelve rígido y repetitivo. Por ejemplo, podemos notar que volvemos sobre las mismas ideas una y otra vez, como un disco rayado.
Otra señal de que estamos siguiendo un patrón mental es que el problema que estamos viviendo nos resulta familiar. Si esa historia se ha repetido en el pasado, significa que estamos atrapados en un bucle mental que nos lleva a cometer los mismos errores continuamente. Cuando nos damos cuenta de que nos hemos quedado atascados, podemos dar el siguiente paso.
Etiquetar los pensamientos y emociones llamándolos por su nombre
Cuando estamos atascados en una historia, la atención que le dedicamos a nuestros pensamientos y sentimientos llena nuestra mente; no deja espacio para examinar lo que está ocurriendo o lo que estamos sintiendo. Una técnica muy sencilla que puede ayudarnos a ver la situación de manera más objetiva consiste en etiquetar lo que ocurre. Así como llamamos a cada objeto por su nombre, podemos etiquetar los pensamientos y emociones.
De hecho, un estudio realizado en la UCLA comprobó que encontrar una palabra que defina el caos emocional que sentimos, es una herramienta tan poderosa de autocontrol. Así podemos pasar de un “estado emocional” a un “estado racional” e impedir que las emociones negativas crezcan desmesuradamente.
Con esta técnica, la idea “no estoy trabajando lo suficiente” se convierte en “estoy pensando en que no estoy trabajando lo suficiente”. De manera similar, la sensación que nos corroe se convierte en “rabia” y la aprensión que nos atenaza se transforma en “ansiedad”.
El simple hecho de etiquetar lo que estamos experimentando nos obliga a usar la parte racional de nuestro cerebro, lo cual nos permite dar un paso atrás y ver la situación con más perspectiva. Podemos comprender que esos pensamientos y sentimientos que nos embargan en realidad no son más que fuentes transitorias de información que pueden o no resultar útiles. Nos ayuda a entender que “nuestras emociones son datos, no directivas. Podemos aprender de ellas, pero no necesitamos obedecerlas o dejar que nos dominen”, como indicó Susan David.
Aceptar lo que sentimos, sin juzgarlo
La mayoría de las personas desarrolla una rigidez emocional porque lucha contra sus sentimientos. Cuando sentimos algo que nos abruma o que consideramos negativo, en vez de afrontarlo con agilidad emocional avanzando hacia otras situaciones, nos enzarzamos en una lucha interna preguntándonos si deberíamos sentirnos así, recriminándonos por ello o incluso intentando reprimirlo. Obviamente, eso genera un efecto rebote porque nada se fija tan intensamente como aquello que deseamos evitar.
En cambio, lo opuesto a la lucha es la aceptación. Debemos comprender que no es necesario actuar cada vez que sentimos o pensamos algo, por muy intenso que sea. Las emociones solo están ahí para transmitirnos un mensaje o enviarnos una señal de alarma. En vez de luchar contra ellas, debemos respirar profundamente y observar qué está sucediendo en ese momento para intentar comprenderlo.
Es posible que notar que estamos enfadados, tristes o estresados no nos haga sentir mejor. La clave radica en evitar el impulso de juzgar o rechazar esos sentimientos y aceptarlos. Cuanto más aceptemos lo que nos ocurre, más podremos distanciarnos y comprender que los pensamientos y las emociones fluyen y cambian como el clima. Si no nos aferramos a ellos, más temprano que tarde pasarán.
Actuar con la vista puesta en la persona que deseamos ser
La mayoría de las veces actuamos movidos por las circunstancias. Eso nos convierte en hojas movidas por el viento de la vida y nos aleja de nuestras metas. Sin embargo, una persona con agilidad emocional es capaz de desligarse de sus estados afectivos y pensamientos para ampliar sus opciones.
La soledad, el dolor, la ansiedad, el miedo… todo duele. Pero también nos abren una ventana a nuestro mundo interior. La agilidad emocional también implica adoptar una actitud curiosa para preguntarnos: ¿por qué me siento así? ¿Qué me está diciendo la frustración/ansiedad/miedo sobre mis valores? Se trata de entender el significado más profundo de las emociones para alinearlas con nuestras metas en la vida.
En este punto, podemos decidir cómo actuar. Pero antes de dar el paso debemos plantearnos algunas preguntas en las que normalmente no pensamos: ¿esa respuesta nos será útil a corto y largo plazo? ¿Me ayudará a ir en la dirección que quiero? ¿Este paso me ayudará a convertirme en la persona que deseo ser?
Se trata de no olvidar que el flujo de pensamientos y emociones fluye sin cesar. No tenemos que quedarnos atascados en ellos, sino usarlos para conseguir nuestras metas y convertirnos en la persona que nos gustaría ser.
Fuentes:
David, S. & Congleton, C. (2015) Emotional Agility. En: Harvard Business Review.
Lieberman, M. D. et. Al. (2007) Putting feelings into words: affect labeling disrupts amygdala activity in response to affective stimuli. Psychological Science; 18(5): 421-428.
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