La autodisciplina, poder controlar el propio comportamiento y no ceder a los impulsos, es una de las habilidades más importantes que pueden desarrollar los niños pues se ha demostrado que no solo es un predictor fiable de éxito académico sino que además es un indicador de la capacidad para lidiar con los contratiempos y reponerse de los fracasos. Por eso, uno de los mayores regalos que les pueden hacer los padres a sus hijos consiste en educarles en la autodisciplina.
Sin embargo, muchos piensan que la disciplina se impone con amenazas. Por eso, frases como: “Atente a las consecuencias si no obedeces” o “Lo vas a pasar mal si sigues empecinado en hacer eso” están a la orden del día. Muchos creen que a los niños hay que tratarles con mano dura y deben saber a qué atenerse cuando rompen una norma. ¿Es realmente así?
El experimento que demostró que las amenazas no son eficaces, ni a corto ni a largo plazo
A mediados de la década de 1960 Jonathan Freedman, un investigador de la Universidad de Stanford, se preguntó cuál es el alcance de las amenazas que los adultos suelen hacerles a los niños.
Para responder a esta cuestión reclutó a un grupo de unos 40 niños con edades entre 7 y 10 años. Cada niño tenía que realizar una tarea muy sencilla: calificar cuánto le gustaban cinco juguetes, asignando a cada uno un número entre 0 (muy malo) y 100 (muy bueno). Cuatro de los juguetes eran bastante clásicos y populares pero el quinto juguete era más caro y emocionante, se trataba de un robot con batería, un juguete que en aquel tiempo representaba una verdadera maravilla tecnológica.
Cuando los niños terminaban esta tarea, el investigador les decía que tenía salir unos minutos de la habitación. Los niños podrían jugar con cuatro de los juguetes, pero no podían tocar el robot. A la mitad de los pequeños les dijeron que les castigarían si desobedecían, dejando claras las consecuencias. A la otra mitad simplemente se les dijo que no debían hacerlo.
¿Qué sucedió? ¿Los niños sucumbieron a la tentación?
Para averiguarlo, los investigadores habían colocado dentro del robot un dispositivo secreto que les permitía saber si el juguete estaba encendido. Los datos revelaron que solo dos de los niños fueron capaces de mantenerse alejados del robot, uno pertenecía al grupo de las amenazas y el otro al grupo en el que simplemente se había hecho clara la prohibición.
Sin embargo, a Freedman en realidad le interesaba lo que podría ocurrir más tarde. Seis semanas después, un investigador diferente trabajó con esos mismos niños, pidiéndoles que hicieran un dibujo. En un extremo de la habitación habían colocado los cinco juguetes, y el experimentador les dijo que al terminar sus dibujos, podrían jugar con cualquiera de ellos.
Entonces se apreció una gran diferencia: el 77% de los niños que fueron amenazados decidieron jugar con el robot, mientras que solo el 33% de los niños que pertenecían al otro grupo optaron por este juguete. Sorprendentemente, un ligero cambio en las instrucciones dadas semanas antes, había tenido un impacto significativo en el comportamiento posterior de los niños.
¿Por qué las amenazas tienen el efecto contrario al que se persigue?
El problema radica en el mecanismo que las amenazas desatan en nuestra mente. De hecho, normalmente las personas solo son amenazadas cuando alguien no quiere que hagan algo que desean hacer. Y cuanto más se añora ese objeto o más apetecible es el comportamiento, más grande es la amenaza para evitar que las personas sucumban a la tentación.
Por tanto, los niños que escucharon las amenazas habrían pensado inconscientemente: “Guau, los adultos solo amenazan cuando no quieren que haga algo que me gusta mucho, así que seguro me gustará muchísimo jugar con el robot”. Y así se dispara automáticamente su deseo de hacer lo prohibido.
Por otra parte, las amenazas también incrementan ante los ojos del amenazado el valor de lo “prohibido”, haciendo que la tentación sea aún mayor. En práctica, resaltar las consecuencias negativas de romper las normas tiene un efecto boomerang, se convierte en un desafío que espolea aún más la curiosidad infantil.
¿Cómo desarrollar la autodisciplina en los niños?
La autodisciplina comienza a desarrollarse desde los tres años, así que cuanto antes comencemos, mejor.
– Mantener en mente el objetivo. La meta no es que el niño siga a rajatabla una serie de normas que los padres han impuesto sino que sea capaz de regular su comportamiento, discerniendo entre lo que está bien y lo que no. Por tanto, cada norma no debe ser una simple prohibición sino que debe ser comprendida y asimilada, de forma que el niño entienda qué se espera de él.
– Indicar las consecuencias. El hecho de que no se deba recurrir a las amenazas no significa que los padres no deben explicitar las consecuencias. De hecho, los niños pequeños suelen tener problemas para comprender el alcance de sus acciones, por lo que es necesario que los adultos se los expliquen. En ese caso, hay que intentar ser lo más claros posibles, por ejemplo, en vez de decirle: “si golpeas a tu hermano, atente a las consecuencias” dile “no le des a tu hermano, si lo haces te castigaré”.
– Hablar en un tono neutro. El principio de extinción indica que cuando a un comportamiento no se le presta atención, este termina por desaparecer. De la misma forma, cuando el niño recibe amenazas y nota cierto grado de exaltación en los padres, su atención se dirige hacia lo prohibido. Por eso, es conveniente que no le pongas demasiado énfasis emocional a la prohibición, intenta mantener un tono firme pero neutro, que no desvele nerviosismo ni agresividad.
En cualquier caso y ante las dudas, recordad siempre esta frase de Oscar Wilde: «El mejor medio para lograr que los niños sean buenos, es hacerles felices«.
Fuentes:
Wiseman, R. (2009) 59 seconds.Think a litle, change a lot. Nueva York: Alfred A. Knopf.
Freedman, J. L. (1965) Long-term behavioral effects of cognitive dissonance. Journal of Experimental Social Psychology; 1: 145–155.
Victor Hugo Villanueva Arcini dice
Para leer y pensar…