La infancia es una etapa particularmente sensible de la vida. Durante esos primeros años no solo se fragua nuestra personalidad, también se establecen las conexiones neuronales básicas que moldearán la manera en que funciona nuestro cerebro. Todas las experiencias que vivimos durante esos primeros años suman – para bien o para mal.
Por desgracia, la mitad de los adultos de Europa y América del Norte afirma haber vivido experiencias adversas en su infancia, algunas de ellas con potencial traumático. Las investigaciones psicológicas han demostrado que las experiencias infantiles adversas, como el abuso y la negligencia, aumentan el riesgo de desarrollar trastornos de salud mental en la adultez, desde depresión mayor hasta el trastorno de estrés postraumático.
Por su parte, los neurocientíficos piensan que el vínculo entre las experiencias infantiles adversas y la psicopatología en la edad adulta radica en que esas vivencias a una edad tan temprana dejan huellas en el cerebro, cambiando su funcionamiento, en especial la manera en que reaccionamos ante las situaciones positivas.
De hecho, la simpatía o la antipatía que percibamos de nuestros padres a una edad temprana no solo puede dejar una huella en nuestro carácter, sino también en nuestro cerebro, como comprobaron neurocientíficos de la Universidad de Heidelberg.
La antipatía materna afecta el sistema de recompensa del cerebro
La antipatía parental se refiere a la hostilidad, frialdad o el rechazo de las madres y/o los padres hacia sus hijos. Se trata de un comportamiento frío y distante ante el niño. Estos progenitores no satisfacen las necesidades emocionales de sus hijos, sino que muestran una actitud indiferente. Obviamente, esa antipatía – más o menos manifiesta – de quien se supone que debe amarnos y cuidarnos, termina dejando una huella psicológica difícil de borrar.
Estos neurocientíficos se preguntaron si la antipatía materna también podía dejar una huella perceptible en el cerebro. Por eso, reclutaron 118 personas, algunas de las cuales habían vivido experiencias adversas en la infancia, como la antipatía parental, y sufrían trastornos psiquiátricos como depresión, síndrome de estrés postraumático o trastornos psicosomáticos. Otras personas no tenían ningún problema de salud mental y reportaron una infancia feliz.
Los participantes se sometieron a imágenes de resonancia magnética funcional durante las cuales realizaban ciertas tareas y recibían una recompensa social (imagen de una cara feliz) o económica (imagen de una billetera llena de dinero) cuando acertaban en sus respuestas.
Comprobaron que la anticipación de las recompensas sociales provocaba una activación generalizada a nivel cerebral que abarcaba hasta 11 áreas diferentes. En cambio, la anticipación de las recompensas monetarias solo activaba tres zonas cerebrales.
Sin embargo, lo interesante fue que las personas cuyos progenitores habían tenido niveles de antipatía elevados, mostraron una activación reducida en las zonas clave de la red de recompensa cerebral. Esa reducción de la respuesta cerebral ante la anticipación de la recompensa fue aún más intensa en las personas que sufrían además estrés postraumático.
Este experimento demuestra por primera vez el vínculo entre la antipatía materna y una alteración de las respuestas de recompensa social a nivel neuronal. Significa que, efectivamente, las primeras experiencias infantiles adversas podrían cambiar las conexiones neuronales, haciendo que el cerebro funcione de manera diferente en la adultez.
¿Por qué es tan importante la capacidad para anticipar la recompensa?
La anticipación de la recompensa se refiere a nuestra capacidad para representar incentivos futuros, es la habilidad para predecir un resultado positivo y, por ende, se encuentra en la base de la motivación. Cuando somos capaces de predecir una recompensa en el futuro, nos mantenemos motivados para lograr el objetivo.
De hecho, la anticipación de la recompensa juega un papel crucial en la toma de decisiones adaptativas. Un refuerzo supone un objetivo, por lo que desencadena respuestas de acercamiento y aumenta la frecuencia de la conducta.
Al mismo tiempo, los refuerzos producen sentimientos subjetivos de placer, generando emociones positivas, de forma que los estímulos que los preceden, por asociación, quedan marcados con un valor motivacional positivo. Esos refuerzos mantienen la conducta y evita su extinción.
O sea, nos ayudan a mantener la vista puesta en la recompensa a largo plazo, planificar las acciones necesarias para llegar a ese punto, tomar las decisiones más adecuadas y sacrificar algunas cosas hoy para llegar al punto en el que deseamos estar mañana. Y todo ello manteniendo un estado de ánimo bastante positivo.
Como resultado, la anticipación de la recompensa se convierte en un motor impulsor de nuestro comportamiento. Nos brinda el empujón que necesitamos para mantenernos motivados.
Ser capaces de anticiparnos a una recompensa también nos permite responder de manera más adaptativa a los cambios del medio. Si podemos predecir una recompensa o un castigo tendremos pistas sobre cuál es el camino más conveniente a seguir, según las circunstancias. De hecho, el sistema de recompensa cerebral no solo nos ayuda a sobrevivir, sino que también nos permite sentirnos mejor al buscar esos incentivos.
Por esa razón, no es extraño que la alteración en las respuestas de recompensa a nivel neuronal, sobre todo en el proceso de anticipación, se haya relacionado con la inestabilidad afectiva y la gravedad de los síntomas depresivos.
Todo parece indicar que cuando los padres o las madres se muestran antipáticos, fríos y hostiles, los niños no son capaces de extraer la información reforzante de entre los estímulos y situaciones. No desarrolla plenamente la capacidad para detectar y percibir los estímulos reforzantes y las situaciones que los preceden, simplemente porque esos estímulos no existieron o fueron escasos en su infancia.
Por consiguiente, la calidez y la disponibilidad emocional son esenciales para que los niños aprendan a procesar de manera saludable las recompensas y puedan usarlas como un motor impulsor de su comportamiento. La antipatía materna, al contrario, lastra ese mecanismo dejando la puerta abierta a ulteriores trastornos psicológicos.
Fuentes:
Seitz, K. I. et. Al. (2023) Your smile won’t affect me: Association between childhood maternal antipathy and adult neural reward function in a transdiagnostic sample. Translational Psychiatry; 13: 70.
Falgares, G. et. Al. (2018) Childhood Maltreatment, Pathological Personality Dimensions, and Suicide Risk in Young Adults. Front Psychol; 9: 806.
Robinson, O. C. et. Al. (2014) Parental antipathy and neglect: Relations with Big Five personality traits, cross-context trait variability and authenticity. Personality and Individual Differences; 56: 180-185.
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