Tú crees.
Yo Creo.
Ellos creen.
Pero todos no creemos en las mismas cosas.
Y si estamos convencidos de que los demás pueden elegir en qué creer, tenemos la tendencia a culparlos, sobre todo cuando sus ideas no están en sintonía con las nuestras, como comprobó un estudio realizado en la Universidad de Pensilvania.
Además, cuando consideramos que los demás tienen un gran control sobre sus creencias, solemos desarrollar expectativas poco realistas sobre quién debe cambiar de opinión ante un desacuerdo, lo que a menudo solo sirve para amplificar el conflicto original.
Control doxástico, el sesgo que nadie quiere admitir
El vasto mundo de las creencias está impregnado de atribuciones de control. La gente habla continuamente sobre lo que cree, lo que elige creer y lo que desea creer. Todas esas conjugaciones hacen referencia al poder que tenemos sobre nuestras creencias, un concepto que en Psicología se denomina “control doxástico”.
Pensamos que podemos ejercer un control voluntario sobre aquello en lo que creemos; o sea, que decidimos adoptar libremente nuestras creencias, una posición conocida comúnmente como voluntarismo doxástico.
Sin embargo, una serie de experimentos llevados a cabo en la Universidad de Princeton reveló que no somos del todo justos cuando valoramos ese nivel de control sobre lo que creemos: tenemos la tendencia a considerar que los demás tienen mucho más control sobre sus creencias que nosotros.
La trampa del doble estándar
Estos investigadores analizaron cómo juzgan las personas su control doxástico y el que ejercen los demás. Por ejemplo, los participantes debían informar lo que pensaban sobre temas relacionados con Dios, los organismos modificados genéticamente y el clima. Luego debían leer una serie de afirmaciones para decidir si cambiaban sus creencias o las mantenían. Al mismo tiempo, tenían que indicar las probabilidades de que otra persona cambiara sus creencias tras leer la misma información que ellos.
Comprobaron que tenemos la tendencia a pensar que los demás son más capaces de cambiar voluntariamente lo que creen. En comparación, nuestra capacidad para variar aquello en lo que creemos es menor. ¿Por qué?
Hay tres motivos:
- Solemos pensar que tenemos buenas razones y argumentos sólidos para creer en algo, lo cual limita nuestra capacidad para elegir lo contrario. En práctica, preferimos aferrarnos a lo que sabemos para evitar la disonancia cognitiva que implicaría el cambio.
- No somos capaces de apreciar en toda su magnitud la complejidad de la vida interior de los demás y las barreras psicológicas que afrontan, desde el estrés hasta el miedo, lo que nos impide valorar objetivamente su capacidad para cambiar las creencias.
- Somos víctimas de una “diferencia informativa” que genera una discrepancia entre “actor” y “observador”; es decir, somos conscientes de las razones y limitaciones de nuestras creencias, pero no conocemos qué lleva a otras personas a pensar ciertas cosas.
En pocas palabras: pensamos que nuestras creencias están bien fundamentadas y las de los demás no. Por eso suponemos que ellos tienen más motivos y posibilidades de cambiarlas.
Sin embargo, esa discrepancia en el control doxástico a menudo nos lleva a culpar injustamente a los demás por sus creencias, en especial cuando son diferentes a las nuestras. De hecho, atribuirles un nivel de control elevado sobre lo que creen es una condición previa a la crítica y la culpabilización en la vida cotidiana.
Para culpar o criticar a alguien, primero debemos “demostrar” que lo tiene merecido. Pensar que el otro no quiere cambiar de opinión porque es terco – aunque le resultaría relativamente fácil hacerlo – es una forma de culparle mientras, al mismo tiempo, nos exoneramos de la responsabilidad de cambiar nuestras creencias.
Esta asimetría entre cómo percibimos nuestro control y el de los demás no solo afecta nuestras interacciones cotidianas, sino que perpetúa conflictos y divisiones sociales. Al asumir que el otro se aferra a sus creencias por cabezonería o falta de voluntad, nos colocamos en una posición moralmente superior que dificulta el diálogo.
Mientras tanto, justificamos nuestras propias creencias como resultado de razonamientos sólidos e irrefutables, aunque rara vez las cuestionamos con la misma profundidad. Ese doble rasero no solo lastra la empatía, sino que nos encierra en una burbuja de autocomplacencia que alimenta los prejuicios.
¿Cómo cambiar las creencias y salir de ese bucle?
El primer paso para romper esa dinámica es reconocer que cambiar de opinión no es fácil – ni para nosotros ni para los demás. Aceptar esa verdad nos permitirá abordar las conversaciones con una mayor humildad intelectual.
En lugar de culpar o criticar automáticamente a alguien por sus creencias, podemos intentar entender las experiencias y emociones que las sustentan. Así como nosotros tenemos nuestras razones, también las tienen los demás, aunque a veces no las conozcamos o ni siquiera hagamos el esfuerzo por entenderlas.
Adoptar una postura curiosa y empática, en lugar de ponernos a la defensiva, no solo mejorará nuestras relaciones, sino que también abrirá la puerta al aprendizaje. Al final, la clave para navegar en el complicado mundo de las creencias consiste en recordar que todas tienen un origen y razón de ser.
Por tanto, la próxima vez que encuentres resistencia en una conversación, pregúntate: ¿es realmente el otro quien no quiere cambiar o quizá estoy olvidando que también me resulta difícil cambiar lo que creo?
Referencias Bibliográficas:
Cusimano, C. & Goodwin. G. P. (2020) People judge others to have more voluntary control over beliefs than they themselves do. J Pers Soc Psychol; 119(5):999-1029.
Cusimano, C., & Goodwin, G. P. (2019) Lay beliefs about the controllability of everyday mental states. Journal of Experimental Psychology: General; 148: 1701–1732.
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