Aunque algunas personas no lo crean, los psicólogos somos humanos. Nos equivocamos. Tenemos problemas y conflictos. Nos asaltan las dudas – y a veces también las inseguridades. Nos conmocionamos cuando el mundo gira en una dirección inesperada…
Contar con herramientas psicológicas nos ayuda a comprender lo que nos ocurre y afrontarlo de la mejor manera posible, pero no impide que a veces la vida nos golpee con inusitada intensidad. Eso fue lo que le ocurrió a Freud.
El cambio de rumbo de Freud
En 1920, Freud pensaba mucho en la muerte. Había comenzado a padecer achaques de la edad y estaba lidiando con la idea de la finitud de la vida. Le preocupaba, en particular, morir antes que su madre.
Fue en esa época cuando introdujo la duda en el corazón del psicoanálisis al plantear la existencia de una pulsión de muerte, tanto en cada individuo como en las “multitudes”. Tras escribir el libro “Más allá del principio de placer”, dijo que “la muerte es la compañera del amor. Juntos, dirigen el mundo”.
Su perspectiva sombría provenía, en parte, de los acontecimientos que ocurrían a su alrededor. Los estragos y masacres de la Primera Guerra Mundial cambiaron su visión de la psiquis humana.
Sin embargo, había algo más. Algo que su conciencia se negaba a aceptar, pero de lo que su inconsciente ya había tomado nota: la perspectiva de un cáncer.
A caballo entre la negación y el ocultamiento de los más allegados
Freud era médico y siempre se había preocupado por su salud. Era plenamente consciente de las implicaciones de un diagnóstico con cáncer, sobre todo en aquella época. Sin embargo, su conocimiento de las reacciones humanas no impidió pasar por una larga fase de negación.
De hecho, había constatado por sí mismo en varias ocasiones una lesión sospechosa en la parte derecha del paladar, pero resolvió no inquietarse demasiado por ella. Así que, en vez de renunciar al tabaco, prefirió creer que sufría una simple leucoplasia.
Pasaron cinco años desde la primera vez que detectó la lesión hasta que esta empezó realmente a molestarle. Como resultado, el 20 de abril de 1923 hizo que le quitaran un tumor que él mismo calificó como un epitelioma “benigno”. Luego Freud decidió a consultar a su viejo amigo Max Steiner, quien le aconsejó que dejara de fumar, pero no se atrevió a referirle el carácter cancerígeno del tumor.
Por esas fechas, Felix Deustsh, su discípulo y médico personal, también constató la presencia de la lesión, pero tampoco le dijo la verdad a su venerado maestro por temor a asustarlo, aunque le aconsejó una nueva operación.
Freud era famoso y conocía a los mejores médicos de Viena, de manera que habría podido elegir a los especialistas más capacitados, pero se decantó por Marcus Hajek, un otorrinolaringólogo que estaba seguro que lo tranquilizaría.
No se equivocaba.
Sin embargo, la nueva ablación del tumor terminó en un desastre y una terrible hemorragia. A continuación, tuvo que someterse a una radioterapia cuyo único efecto consistió en agravar sus dolores.
A pesar de todas las señales, Freud se negaba a reconocer la gravedad de su enfermedad. En aquella época estaba absorbido por el dolor que le causó la muerte de su pequeño nieto Heinz, con quien mantenía una relación muy cercana y por el que sentía un gran afecto. Tan solo tres años antes había muerto su hija Sophie, víctima de la gripe española.
Su entorno no ayudó precisamente a que el fundador del psicoanálisis aceptara el cáncer. Sus discípulos se sumieron en una discusión, sin atreverse a contarle la verdad.
La etapa de aceptación y lucha contra el cáncer de Freud
Cuando finalmente le dijeron la verdad, Freud se enfadó con Deustsh, a quien calificó de “cobarde miserable”, aunque más tarde se reconciliaría con él. No obstante, una vez aceptada la enfermedad, en 1927 eligió otro médico para que lo tratara, Max Schur, quien lo asistiría hasta su muerte.
Freud también acudió a Hans Pichler, uno de los mejores especialistas en cirugía maxilofacial de la época, quien lo operaría 25 veces colocándole diferentes prótesis dentarias para ayudarlo a hablar y comer. Freud, sin embargo, se refería a ellas como su “bozal”.
A inicios de 1938, el cáncer se había extendido hasta la base de la órbita y, junto a “todas las recientes intervenciones, presentadas como inevitables, han sido empero inútiles”, como las calificó en una carta enviada a Lou Andreas-Salomé, le causaba unos dolores terribles.
Sin embargo, el hombre que consumió cocaína con fines investigativos, se negó a tomar analgésicos para mantener su lucidez. Escribió: “prefiero pensar en medio del tormento a no estar en condiciones de pensar con claridad”, de manera que solo aceptaba como calmante una aspirina, y de vez en vez. Pese a los estragos físicos que el cáncer estaba causando en su cuerpo, exigió la ablación de un ateroma de la mandíbula porque no le permitía acicalarse la barba y deseaba mantener una experiencia digna hasta el final.
Sin duda, los últimos 16 años de la vida de Freud fueron un martirio. Es imposible saber si su enfermedad habría seguido un curso diferente si hubiera actuado más rápido, pero su historia nos deja una valiosa lección: debemos tener cuidado con la negación.
Todos somos humanos y, como tal, tenemos miedo. Cuando algo terrible nos ocurre, es más tranquilizante mirar en otra dirección y aplazar el afrontamiento, con la secreta esperanza de que todo no sea más que una paranoia. Todos lo hemos hecho. Es una reacción perfectamente comprensible. Pero a veces la negación como mecanismo de defensa puede hacernos perder un tiempo precioso.
Fuentes:
Roudinesco, E. (2015) Sigmund Freud: en su tiempo y en el nuestro. Penguin Random House Grupo Editorial España.
Rizzi, M. (2014) Biografía médica de Sigmund Freud. Rev. Méd. Urug; 30(3): 193-197.
Oppenheim, E. B. (1985) The Unwelcome Intruder: Freud’s Struggle With Cancer. JAMA; 396502.
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