Plantearnos objetivos es fácil. Cumplirlos es difícil. ¿Por qué no podemos simplemente obligarnos a ir al gimnasio antes o después del trabajo? ¿O elegir la ensalada en vez de la pizza? ¿O ponernos manos a la obra en vez de procrastinar?
En realidad, los malos hábitos son difíciles de cambiar, en gran medida porque se han automatizado y demandan poco esfuerzo, de manera que con el paso del tiempo se vuelven más persistentes. Eso hace que sea muy complicado romperlos, aunque seamos conscientes de la importancia y utilidad de los hábitos constructivos para nuestro bienestar, autoestima y calidad de vida en general.
Los “ladrillos” con los que construimos los hábitos
Muchas de las metas que nos planteamos en la vida demandan dejar atrás malos hábitos para formar otros más positivos. Pero lograrlo no es sencillo, de manera que a menudo tiramos la toalla a mitad del camino. En cambio, si queremos ser perseverantes necesitamos comprender el mecanismo psicológico que se encuentra en la base de la formación de los hábitos.
El psicólogo Elliot Berkman, quien se ha dedicado a estudiar los factores motivacionales y cognitivos que contribuyen al éxito o el fracaso en la consecución de nuestros objetivos, se refirió a dos grandes dimensiones que dan origen a nuestros comportamientos:
- Dimensión disposicional. Incluye las habilidades, capacidades y conocimientos necesarios para implementar cierta conducta, como la capacidad para planificar los pasos a seguir o la habilidad para ejecutar una acción, sin olvidar los procesos cognitivos involucrados, como la concentración, el control inhibitorio y la memoria de trabajo.
- Dimensión volitiva. Se refiere a la motivación y la importancia conferida a un comportamiento. Implica el deseo de alcanzar una meta y priorizarla sobre otras actividades, así como a los procesos motivacionales que se encuentran en su base, desde la volición y la intención hasta la voluntad o el origen e intensidad del impulso.
Cuando estas dimensiones se combinan dan lugar a cuatro grandes tipologías de acción:
- Conductas rutinarias simples. Requieren poca habilidad y motivación, como caminar, comer y otros hábitos relacionados con las recompensas primarias. Estos comportamientos suelen producirse de manera tan natural que apenas somos conscientes de ellos y generalmente no se convierten en metas.
- Conductas rutinarias complejas. Demandan cierto nivel de habilidad o conocimiento, pero poca motivación y a menudo se desencadenan a partir de estímulos externos, como conducir un coche.
- Conductas novedosas simples. Se trata de tareas relativamente sencillas, pero que nunca habíamos hecho, como cambiar el pañal a un bebé. No necesitan mucha habilidad, pero sí motivación para aprender a realizarlas.
- Conductas novedosas complejas. En este caso no solo es necesario desarrollar la capacidad, sino también la motivación ya que son tareas que nos sacan de nuestra zona de confort, como cuando aprendemos a tocar un instrumento musical o queremos dominar un deporte.
La mayoría de las metas que nos proponemos implican la puesta en práctica de comportamientos novedosos y complejos, como señala un estudio realizado en la Universidad de Oregón. Ese tipo de conductas demandan cierto nivel de esfuerzo, habilidad y motivación.
Por ejemplo, para muchas personas calentar una pizza en el microondas se ha convertido en una conducta rutinaria simple mientras que preparar una cena saludable es una tarea nueva y compleja, aunque imprescindible para lograr su objetivo de perder peso y/o llevar un estilo de vida más sano.
Las conductas rutinarias conforman nuestros viejos hábitos, una opción “por defecto” a la que recurrimos con facilidad, sobre todo cuando estamos agotados. Para deshacernos de ellas debemos implementar nuevos comportamientos y ser lo suficientemente persistentes como para lograr que se automaticen y se conviertan en esos nuevos hábitos que nos permitirán alcanzar nuestros objetivos.
No obstante, hasta que se forme ese nuevo hábito, tendremos que recorrer una colina cuesta arriba. La buena noticia es que existen muchos trucos psicológicos basados en el funcionamiento de nuestro cerebro que nos permitirán mantenernos en la senda adecuada.
Aclarar los motivos y planificar el camino
El primer paso para crear un nuevo hábito consiste en evaluar objetivamente su nivel de dificultad. Para ello, tendremos que enfocarnos en la naturaleza del cambio que deseamos realizar e identificar las diferencias con los patrones antiguos. Vale la pena plantearnos dos preguntas:
- ¿Tenemos las habilidades necesarias o debemos desarrollarlas?
- ¿El principal obstáculo es no tener un camino claro o la falta de voluntad?
Cuando identificamos la dimensión más relevante del cambio, el segundo paso es profundizar en la naturaleza de nuestra motivación. En ese caso, debemos preguntarnos:
- ¿Estamos movidos por motivos intrínsecos o extrínsecos?
- ¿Cuán fuerte es nuestra motivación?
- ¿Nos motiva más alcanzar algo o evitar un resultado desagradable?
Como norma general, cuanto más intensos y personales sean los motivos detrás del cambio, más constantes seremos a lo largo del camino y más probable es que alcancemos nuestras metas.
El tercer y último paso consiste en explorar con mayor profundidad las habilidades que necesitamos para poner en marcha los cambios. En este punto vale la pena aclarar algunos detalles:
- ¿Tenemos claro el camino a seguir para crear ese hábito?
- ¿Necesitamos desarrollar alguna habilidad especial?
- ¿Debemos buscar una razón que nos motive más?
Cuanto más específicos sean los pasos que debemos dar, mejores resultados obtendremos y más fácil nos resultará desarrollar ese hábito. Por eso, es importante partir con unos objetivos y un camino claro. Debemos recordar que a medida que repitamos un comportamiento, este se automatizará y nos resultará más fácil, por lo que cada vez requerirá menos fuerza de voluntad.
Cómo cambiar un hábito, según las Neurociencias
- Convierte el cambio en tu prioridad
Las funciones ejecutivas son esenciales para cambiar nuestro comportamiento. Sin la atención, la memoria de trabajo, el control inhibitorio y la planificación simplemente seríamos esclavos de nuestros viejos hábitos.
Sin embargo, dada la manera en que está estructurado nuestro cerebro, mantenernos enfocados en una misma actividad durante mucho tiempo es complicado porque tenemos la sensación de que estamos perdiendo otras oportunidades. Ese es uno de los motivos por el que solemos inscribirnos en el gimnasio en enero y lo dejamos a mitad de marzo.
La clave para “engañar” a nuestro cerebro consiste en lograr que ese esfuerzo se convierta en una prioridad interna. Cuanto más importante y significativa nos resulte una tarea, más nos esforzaremos y menos pensaremos en todas las opciones alternativas. Eso significa que si queremos cambiar un hábito necesitamos reflexionar sobre nuestras prioridades y asegurarnos de alimentar motivos intrínsecos.
- Ponérnoslo fácil
No es únicamente la falta de autocontrol lo que nos impulsa a comernos ese pedazo de tarta a medianoche o a quedarnos tirados en el sofá en vez de salir a correr. Nuestro cerebro también tiene algo que ver.
Nuestros procesos mentales operan de manera secuencial, no en paralelo, lo cual significa que debemos asegurarnos de priorizar el hábito que queremos formar. Tenemos que cerciorarnos de poner en práctica los comportamientos necesarios cuando nuestro “ancho de banda” cognitivo está al máximo de su capacidad y funciona de manera más eficiente.
Para algunas personas eso equivale a hacer ejercicio temprano en la mañana, en vez de por la tarde cuando su fuerza de voluntad está a punto de agotarse. Para otras puede significar eliminar todas las distracciones para dedicarse a las tareas más complejas que representan un desafío.
En otras palabras, cuanto más fácil nos lo pongamos y menos decisiones tengamos que tomar sobre la marcha, más probable será que podamos desarrollar el hábito. Por tanto, es mejor que hagamos un hueco en nuestra agenda y planifiquemos las tareas necesarias de antemano, de manera que todo fluya mejor y esos nuevos comportamientos no colisionen continuamente con nuestra agenda obligándonos a decidir cada vez.
- Recompensarnos a cada paso
Por otra parte, debemos recordar que la motivación no nace de la nada, sino que sienta sus bases en los mecanismos neuronales del aprendizaje por refuerzo, los cuales se generan en algunas de las zonas más antiguas de nuestro cerebro. Por esa razón, somos particularmente sensibles a las recompensas y podemos esforzarnos mucho para recrear las situaciones que las generaron con la esperanza de volver a recibirlas.
Intentar cambiar nuestros viejos hábitos por nuevos comportamientos que nunca han sido reforzados a menudo implica ir en contra de nuestra naturaleza. Para no remar contracorriente, lo mejor es empezar un cambio de hábitos planteándonos metas más modestas y recompensarnos cada vez que las alcanzamos. Esos premios reforzarán el hábito que deseamos desarrollar.
- Convertirlo en algo personal
Otro detalle importante para crear un hábito consiste en aprovechar las conexiones entre el sistema motivacional y las partes del cerebro vinculadas con el “yo” y la identidad. Cuanta más estrecha sea la relación entre un comportamiento y nuestros valores fundamentales o el sentido de uno mismo, mayor valor subjetivo tendrá.
Los objetivos vinculados a la identidad tienen más probabilidades de tener éxito que aquellos irrelevantes o que incluso la ponen en tela de juicio. Eso significa que no tiene mucho sentido proponernos metas con las cuales no nos sintamos identificados, solo porque los demás las están persiguiendo o porque el entorno social las promociona.
La clave consiste en lograr que los comportamientos que debemos poner en práctica estén en sintonía con partes importantes de nuestra identidad. Por supuesto, en ocasiones eso puede implicar tener que reconstruir la manera en que nos vemos a nosotros mismos, pero lo importante es que esas metas nos animen a convertirnos en la persona que deseamos ser. De esa forma podremos encontrar la dosis extra de motivación para no desfallecer en los momentos más difíciles.
Referencias Bibliográficas:
Berkman, E. T. (2018) The Neuroscience of Goals and Behavior Change. Consult Psychol J.; 70(1): 28–44.
Berkman, E. T. & Rock, D. (2014) AIM: An integrative model of goal pursuit. NeuroLeadership Journal; 5: 1–11.
Elliot, A. J. & Harackiewicz, J. M. (1994) Goal setting, achievement orientation, and intrinsic motivation: A mediational analysis. Journal of Personality and Social Psychology; 66(5): 968–980.
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