El verdadero amor no es control ni exigencia, sino libertad y confianza. No es sumisión ni esclavitud sino inspiración y apoyo. Y, sin embargo, muchas veces confundimos el amor con el control y la dependencia emocional. Identificamos el amor con el sacrificio y la exigencia, el sometimiento y la pérdida de libertad.
Esas malinterpretaciones distorsionan el amor hasta convertirlo en una cárcel emocional que termina asfixiándonos, arrebata el oxígeno psicológico a la relación y lastra nuestro potencial como personas. Por desgracia, el amor maduro es poco común. Lo que más abunda es el amor posesivo. Y cuando caemos en su red, podemos llegar a ser muy desdichados.
“No puedo vivir sin ti”, la frase emblemática del amor posesivo
Frases como “no puedo vivir sin ti” o “sin ti no sería feliz” suenan muy románticas, pero encierran una dependencia emocional encubierta. Transparentan la idea de que el amor es posesión y, sin querer, responsabilizan al otro por nuestra felicidad.
Sin embargo, el amor y la dependencia son tan antagónicos que cuando coexisten, terminan destruyendo la relación. Cuando el amor se convierte en una prisión emocional, lastra la libertad y el potencial de quienes lo experimentan.
Ese amor suele ser exigente, egoísta y demandante porque antepone la satisfacción de las necesidades propias a las del otro. Termina siendo un ejercicio coercitivo y controlador que usa al otro como fuente para suplir las propias necesidades. Como resultado, suele ser asfixiante, discapacita e invalida emocionalmente al otro.
Ese amor inmaduro y posesivo suele surgir de nuestra necesidad de fusión interpersonal. “Sin amor, la humanidad no podría existir un día más”, como apuntara Erich Fromm. Sin embargo, esa fusión se puede lograr de distintas maneras y no siempre se puede llamar verdadero amor.
El amor posesivo conduce a una unión simbiótica en la que existen dos cuerpos físicos independientes, pero una sola psiquis cimentada sobre una relación de sumisión/dominación.
La persona que se somete lo hace porque quiere escapar del intolerable sentimiento de aislamiento y separatividad convirtiéndose en una parte de quien la dirige, guía y protege, ese otro que se convierte en su vida y el aire que respira. Ese tipo de relación le evita tener que tomar decisiones y correr riesgos, pero también le impide ser independiente y crecer emocionalmente.
La persona que domina en la relación también quiere escapar de su soledad convirtiendo al otro en una parte de sí. Se autorrealiza fagocitando al otro y se siente empoderada cuando el amor roza la adoración. Como resultado, ambos desarrollan una relación de dependencia y control. Se produce la anhelada fusión, pero sin integridad ni crecimiento porque ambos se limitan a satisfacer aquellas necesidades emocionales que no han sido capaces de gestionar de forma independiente y madura. Ese amor termina siendo invasivo y muchas veces incluso tóxico.
¿Cómo reconocer el verdadero amor?
“El amor inmaduro dice: ‘Te amo porque te necesito’. El amor maduro dice: ‘Te necesito porque te amo’”, escribió Erich Fromm. La diferencia es sutil, pero fundamental. Así reconocemos que el otro es importante para nosotros, pero no ponemos sobre sus hombros la responsabilidad de nuestra felicidad porque nos relacionamos como dos adultos independientes.
“En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad”, explicaba Fromm. Ese amor nos ayuda a superar el sentimiento de separatividad, pero sin renunciar a ser uno mismo.
De hecho, el verdadero amor no exige, sino que se reconoce por lo que da. ¿Qué es dar?
La mayoría de la gente supone que “dar” significa “renunciar” a algo, privarse o sacrificarse. Como resultado, esas personas están dispuestas a dar, pero solo a cambio de recibir porque en la mentalidad mercantil de nuestros tiempos, dar sin recibir significa una estafa.
En cambio, el amor maduro va más allá de ese intercambio y reviste de otro significado a la acción de dar. La persona que ama no da con el fin de recibir porque el mero hecho de dar le enriquece en sí mismo. En ese caso, el sacrificio deja de ser percibido como tal y pierde su sentido. Así como pierde sentido la exigencia.
Cuando existe un amor maduro, ambas personas comparten la alegría de dar. Algo nuevo nace de ese acto desinteresado y ambos se sienten agradecidos por ello, lo cual termina alimentando el amor y el compromiso mutuo. Como resultado, “el amor es un poder que produce amor mientras la impotencia es la incapacidad de producir amor”, como apuntara Fromm.
Sin embargo, para experimentar ese amor, primero es necesario crecer y amarse a sí mismo. Solo quien se siente libre y seguro de sí puede entregarse totalmente y amar al máximo sin perderse en el otro o querer controlarlo.
Solo así cada persona se responsabilizará por lo que siente, sin culpar al otro. Solo así podrán amar sin poseer. Dar sin exigir. “Esa es la verdadera experiencia de la libertad: tener lo más importante del mundo sin poseerlo”, como escribió Paulo Coelho. Y cuando experimentas eso, no tienes que preguntarte “cómo reconocer el verdadero amor” porque lo sientes y lo vives, sin lugar a dudas.
Fuente:
Fromm, E. (2007) El arte de amar. Buenos Aires: Paidós.
Cristina dice
Todo lo qué leí muchas gracias, pero lo tengo muy claro llevo seis años leyendo sobre este tema, desde que me separé, la teoría está muy clara, para cambiar, es prácticas de lo leído y entendido, para llegar a la madurez y estar tranquilo(a) legue o no el amor maduro de tu vida.