Cuanto más nos comparamos, más nos negamos. Para comparar necesitamos partir de un punto en común, generalizar, y todo acto de generalización siempre implica un empobrecimiento de la individualidad. El acto de comparar es, por antonomasia, un acto de negación de la riqueza de la unicidad. Compararse con los demás es negarse a sí mismo.
Y a pesar de ello, nos comparamos. Nos comparamos continuamente porque hemos crecido en una sociedad competitiva en la que cada persona no vale por lo que es, sino en relación a los otros. No buscamos nuestra valía en el interior, sino en el exterior, comparándonos con los demás. Y aceptamos – con más o menos reticencias – la vara de medir que gustosamente nos da la sociedad.
Entonces caemos en la trampa mortal que el filósofo danés Søren Kierkegaard había vislumbrado en su libro “Edifying Discourses in Diverse Spirits” a inicios del siglo XIX: la comparación nos oprime y nos hace profundamente infelices.
La comparación como fuente de preocupaciones vanas y necesidades artificiales
«La preocupación mundana siempre busca llevar al ser humano hacia la intranquilidad mezquina de las comparaciones, alejándolo de la calma altiva de los pensamientos simples […] Un ser humano se compara a sí mismo con otros, la otra generación se compara con la otra, y así se va apilando el fardo de comparaciones que abruma a la persona.
«Mientras tanto se incrementa la ingenuidad y el ajetreo, y en cada generación hay más personas que trabajan como esclavos toda su vida en la zona subterránea de las comparaciones. Así como los mineros nunca ven la luz del día, estas personas nunca nunca ven la luz: esos primeros pensamientos, sencillos y alegres sobre cuán glorioso es ser un ser humano. Y en las altas regiones de la comparación, la vanidad sonriente juega su juego falso y engaña a los felices de tal forma que no reciben ninguna impresión de esos primeros pensamientos altivos, simples».
Kierkegaard pensaba que compararse con los demás nos envuelve en la telaraña de la insatisfacción, alejándonos de nuestra esencia e impidiéndonos ser auténticos. Para explicarlo recurrió a un símil.
Un ave se provee alimento y construye un nido donde guarecerse. Es todo lo que necesita para vivir y lo hace de manera natural, sin preocuparse. Podría vivir dichosamente. Hasta el día en que se compara con un “ave más rica”. Entonces comienza a preocuparse por construir un nido más grande y buscar más alimento, aunque no lo necesite. En ese preciso instante lo natural cede paso a lo artificial y la satisfacción se transforma en insatisfacción. Una vida feliz se transmuta en una vida miserable.
A las personas nos ocurre lo mismo. Kierkegaard estaba convencido de que generalmente no son nuestras necesidades reales las que generan preocupaciones, ansiedad e infelicidad sino la comparación constante, que es también la que nos lleva a desear y consumir mucho más de lo que necesitamos.
“La comparación genera la preocupación por ganarse la vida, pero esa preocupación por ganarse la vida no es una necesidad real e imperiosa del hoy sino la idea de una necesidad futura […] No refleja una necesidad real sino una necesidad imaginaria”.
Las comparaciones crean necesidades que originalmente no teníamos. De hecho, Zygmunt Bauman nos alertó sobre ese peligro en una sociedad dominada por las redes sociales: “La fuerza impulsora de la conducta ya no es el deseo más o menos realista de mantener el mismo nivel de los vecinos sino la idea, nebulosa hasta la exasperación, de alcanzar el nivel de las celebridades”.
En práctica, cuanto más larga sea la vara de medir, más mal parados saldremos y más frustrados nos sentiremos. Y eso nos llevará a emprender una carrera desenfrenada en el intento de satisfacer esas nuevas “necesidades”, que deberían hacernos felices pero que realmente terminan consumiendo nuestra vida con la llama de la insatisfacción permanente.
Ya lo había dicho Kierkegaard: “cuanto más se compara, más indolente y miserable se vuelve la vida de una persona […] La comparación puede conducir al hombre al desánimo total porque quien se compara debe admitir a sí mismo que está detrás de muchos otros”.
¿Cómo escapar de la necesidad de compararse con los demás?
La solución pasa por darnos cuenta de que compararse con los demás no es un problema sino un síntoma. El síntoma de que no nos queremos, gustamos ni valoramos lo suficiente. Para eliminar ese síntoma necesitamos ir un paso más allá de la comparación.
“La persona que va más allá de la comparación puede centrarse en la relación consigo misma como individuo único”, escribió Kierkegaard. Cuando se abandona la necesidad de compararse con los demás, de mirar continuamente fuera en busca de puntos de referencia con los cuales estimar nuestra valía, podemos mirar dentro.
Al conectar con nuestra esencia logramos comprender qué necesitamos y queremos realmente. Necesidades y deseos auténticos, que provengan de nosotros. No los que nos imponen las comparaciones.
En ese proceso de auto aceptación también empezamos a descubrirnos, gustarnos y valorarnos por lo que somos. Empezamos a pensar cómo queremos vivir y qué cambios nos harían realmente felices. Y ese es un acto de reafirmación y libertad personal.
Fuente:
Kierkegaard, S. (1993) Upbuilding Discourses in Various Spirits. Nueva Jersey: Princenton University Press.
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