El llanto de un hijo es desgarrador. Sus lágrimas se sienten como las nuestras. Su tristeza nos invade y su malestar nos rompe. Sin embargo, todavía muchos piensan que es mejor dejar llorar a los niños para que se fortalezcan. Siguiendo la impronta que dejó la educación espartana, se les niega ese abrazo consolador que les devuelve la seguridad por temor a malcriarlos.
La idea de dejar que los bebés “lloren”, yendo en contra de nuestro instinto natural de abrazarlos, se remonta a la década de 1880, cuando los médicos estaban tan asustados por los gérmenes y la transmisión de las infecciones que recomendaban tocar lo menos posible a los bebés para protegerlos de un posible contagio.
Posteriormente, en el siglo XX, los “hombres de ciencia” seguían sosteniendo esta postura, aunque por motivos diferentes. Creían que ser demasiado solícitos y amables con los bebés los malcriaría y convertiría en personas dependientes. En aquella época, su principal objetivo era que los niños aprendieran a ser independientes cuanto antes.
Sin embargo, un estudio realizado en la Universidad de California en 1994 constató que los padres que solían responder a las necesidades de sus bebés antes de que estos llegaran al punto de angustiarse demasiado, impidiendo que lloraran, tenían más probabilidades de criar hijos independientes que aquellos que los dejaban llorar desconsoladamente.
Los bebés no se consuelan solos, callan porque se resignan a no recibir ayuda
Un bebé no se consuela solo. Cuando un bebé se asusta y su madre o su padre lo abraza, alimenta expectativas de calma que van reforzando su capacidad para consolarse por sí solo más adelante. De hecho, los bebés desarrollan la autorregulación mediante la relación que establecen con sus padres.
Si los dejamos llorar, se callarán en algún momento, no porque hayan desarrollado el autocontrol, sino porque comprenden que no podrán recibir ayuda y sienten miedo. Como resultado, aprenden a cerrarse ante la angustia. Dejan de crecer emocionalmente, dejan de sentir y dejan de confiar, como confirmaron investigadores de la Universidad Charles Drew.
La angustia y el estrés en los niños pequeños crea las condiciones perfectas para que se dañen las sinapsis, el proceso de construcción de las redes neuronales que se encuentra en la base del aprendizaje. Numerosos estudios han comprobado que cuando un niño llora aumentan sus niveles de cortisol, una hormona que podríamos catalogar como una auténtica “asesino de neuronas”, aunque sus consecuencias cognitivas no se aprecian de inmediato sino más adelante en la vida.
La confianza también puede verse socavada cuando se deja llorar demasiado a los bebés. Como señaló Erik Erikson, el primer año de vida es un período sensible para establecer un sentido de confianza en el mundo y en uno mismo. Cuando las necesidades de un bebé se satisfacen sin que tenga que experimentar antes una gran angustia, el niño aprende que el mundo es un lugar seguro y que las relaciones son dignas de confianza, de manera que se va gestando una imagen positiva de sí mismo como persona capaz de satisfacer sus necesidades.
En cambio, cuando los padres descartan o ignoran las necesidades de su bebé, ese niño desarrollará la idea de que el mundo es un sitio hostil. Es probable que crezca con una sensación de desconfianza en las relaciones y tampoco confiará en sí mismo pues no se percibirá como alguien con las capacidades adecuadas para satisfacer sus necesidades. Ese niño puede terminar desarrollando un apego ansioso y quizá pase toda su vida intentando llenar el vacío interior resultante.
Los abrazos, el mejor alimento para el alma
El cuidado calmante, ese que se ejerce desde el corazón, es la mejor estrategia desde el principio porque una vez que se establecen los patrones de angustia, es mucho más difícil cambiarlos. Por esa razón, cuando escuches a tu hijo llorar, levántalo y sostenlo en brazos hasta que se calme.
Tu hijo debe saber que puede contar contigo cuando llore porque su peluche favorito se ha perdido, porque aunque para ti se trate de una tontería sin importancia, para él es una pérdida dolorosa que debe superar.
Abrázalo cuando se caiga y se haga daño, para que recupere la confianza en sí mismo y vuelva a intentarlo otra vez – y todas las veces que sean necesarias – porque así aprenderá a ser perseverante.
Abrázalo cuando alguien hiera sus sentimientos, para que no se seque su capacidad de amar y su amabilidad.
Cuando despierte en medio de la noche asustado por una pesadilla, para espantar los monstruos y sus temores a golpe de amor.
Cuando fracase o se sienta cansado, para que no desfallezca y pueda seguir adelante.
Cuando se sienta frustrado, para que pueda comenzar de nuevo con más paciencia.
E incluso cuando llore porque no puede salirse con la suya, para que comprenda que no siempre podrá tenerlo todo, pero no pasa nada.
Abraza y consuela a tu hijo mientras sea pequeño, porque un día quizá llorará y solo podrás consolarlo en la distancia. O quizá se sentirá mal y tus brazos ya no serán la solución o no serán aquellos a los que recurrirá primero.
Un día, quizá esos abrazos no serán tan necesarios ni reconfortantes como los que le dabas cuando era pequeño, pero al menos tendrás la certeza de que han servido para criar a un adulto seguro, independiente y capaz. Porque los abrazos también sirven para crecer.
Consuela a tu pequeño. Y abrázalo mucho. Durante todo el tiempo que puedas, durante todo el tiempo que la vida te deje.
Fuentes:
Davis, A. & Kramer, R. (2021) Commentary: Does ‘cry it out’ really have no adverse effects on attachment? Reflections on Bilgin and Wolke. Journal of Child Psychology and Psychiatry; 62(12): 1488-1490.
Thomas, R.M. et. Al. (2007) Acute Psychosocial Stress Reduces Cell Survival in Adult Hippocampal Neurogenesis without Altering Proliferation. The Journal of Neuroscience. 27(11): 2734-2743.
Henry, J.P., & Wang, S. (1998) Effects of early stress on adult affiliative behavior. Psychoneuroendocrinology; 23(8): 863-875.
Stein, J. A., & Newcomb, M. D. (1994) Children’s internalizing and externalizing behaviors and maternal health problems. Journal of Pediatric Psychology; 19(5): 571-593.
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