La palabra creer está profundamente ligada a la religión. Sin embargo, en realidad se trata de un concepto mucho más vasto que nos atañe a todos, religiosos y ateos, agnósticos y científicos. Porque todos creemos a pies juntillas en determinado sistema de creencias y valores, que determinan nuestros comportamientos y decisiones y, por ende, nuestra vida.
Creemos que algunas cosas se deben hacer de cierta manera y que algunas ideas son verdaderas mientras otras son falsas. Sin embargo, llenar nuestra vida de creencias implica limitar nuestras potencialidades. Y mientras más nos aferremos a ellas, más restringida será nuestra visión, no solo nuestra imagen del mundo sino incluso nuestro propio autoconcepto. Cuando comenzamos a creer nos tendemos a nosotros mismos una trampa mortal, y lo peor de todo es que ni siquiera somos conscientes de ello.
El camino marcado por los gnósticos
El gnosticismo fue un conjunto de corrientes filosóficas y religiosas. Surgió mucho antes del cristianismo pero durante los primeros años de esta religión, incluso bebió de los preceptos católicos. Sin embargo, muy pronto las enseñanzas gnósticas fueron catalogadas como heréticas, lo cual no es extraño ya que el eje central de su filosofía se basaba en el conocimiento.
Los gnósticos creían que las religiones no debían enseñar a creer de manera ciega, sino a conocer, a buscar el conocimiento de manera activa. No promulgaban una fe irracional sino que incitaban a las personas a encontrar la gnosis, el conocimiento. No se hacía referencia a un conocimiento divino y ni siquiera a leyes terrenales, sino que estimulaban la autonomía del ser humano y creían en la capacidad que cada uno tiene para salvarse a sí mismo, creían en nuestra capacidad para encontrar nuestras propias verdades.
Obviamente, esta perspectiva no solo era peligrosa para el cristianismo en ciernes y para cualquier otra religión que promulgase la fe ciega sino que incluso hoy, puede resultar demasiado incómoda para muchos gobiernos o lobbies de poder. Sin embargo, es la única vía para encontrar la libertad interior.
¿Qué implica realmente creer?
Creer puede llegar a ser muy peligroso, sobre todo para nosotros mismos. De hecho, uno de los principales riesgos de creer radica en que la persona desea tener razón. No se trata de que seamos testarudos sino de que nuestro cerebro odia las incongruencias. Por eso, una vez que hemos desarrollado determinada creencia, tenemos la tendencia a buscar todos aquellos datos que la ratifiquen. Así evitamos la disonancia cognitiva.
Por supuesto, centrarnos solo en la información que ratifica lo que creemos y obviar los datos que demuestran lo contrario equivale a usar anteojeras, a cerrar nuestra mente. Con tal de no equivocarnos, nos cerramos a las evidencias, lo cual significa que en vez de seguir el camino del desarrollo, nos negamos al cambio.
De hecho, es curioso que cuando creemos en algo, siempre encontramos las mismas respuestas, respuestas que después aplicamos a todas las preguntas, aunque no sean pertinentes. De esta forma, terminamos teniendo una visión demasiado restringida de las cosas, terminamos dando vueltas en círculo.
Hay una pequeña fábula que ilustra cómo determinadas creencias, no solo limitan nuestra visión del mundo sino que nos hacen actuar de manera completamente inadecuada.
“Una señora compró un paquete de galletas, lo puso a su lado en un banco, junto a su bolsa, y se sentó a esperar el tren. Al poco rato, un joven se sentó a su lado, la miró, metió la mano en el paquete de galletas y comenzó a comer.
El joven sonrió, e incluso tuvo la osadía de brindarle una galleta, ¡de su propio paquete!
La señora estaba visiblemente incómoda y estuvo a punto de reprender al joven por su desfachatez, cuando este se levantó y se fue, siempre sonriendo.
Cuando llegó el tren y la señora se levantó para recoger sus cosas, vio que al lado de su bolsa, estaba intacto, su paquete de galletas.”
Resulta obvio que esta mujer creía que las nuevas generaciones eran irrespetuosas. Si no hubiese pensado eso, se habría tomado la molestia de comprobar si realmente el joven estaba comiendo sus galletas o no. Sin embargo, en vez de contrastar la realidad, sus creencias la llevaron a dar por cierto un hecho.
Al igual que la señora de esta historia, en muchas ocasiones nuestras creencias nos bloquean, nos impiden crecer, hacen que le demos significados erróneos a determinados hechos. Porque cuando creemos en algo, seguimos siendo la misma persona, no cambiamos, no le damos oportunidad a lo nuevo.
¿Por qué creemos?
1. Las creencias generan la sensación de seguridad. La mayoría de las creencias provienen de conceptos anteriores, de experiencias de otras personas, de vivencias, ideas o suposiciones de los demás. De hecho, en la vida cotidiana nos sucede todo el tiempo. Un ejemplo banal, pero muy común, es cuando alguien nos indica la imagen de un animal en una mancha en la pared o en una nube. A partir de ese momento, solo somos capaces de distinguir la figura de ese animal. La creencia de otra persona se ha convertido en la nuestra y pasa a ser nuestra verdad.
Esa transmisión de creencias sucede en planos mucho más profundos. Y como hemos crecido con ellas, las asociamos a la seguridad. Las creencias son algo estable, rígido y prácticamente inamovible, por lo que nos brindan seguridad, o al menos una sensación de falsa seguridad, a la que nos aferramos como si fuera una tabla de salvación.
2. Tenemos necesidad de ratificar nuestro autoconcepto. En otros casos, las creencias no provienen simplemente de la costumbre sino de la necesidad que tenemos de ratificar nuestra imagen. Por ejemplo, si creemos que los demás son holgazanes, o poco fiables, o altaneros, es porque necesitamos colocarnos en el extremo opuesto, necesitamos reafirmar nuestro autoconcepto. Así, en muchas ocasiones, nuestras creencias más férreas solo esconden un miedo muy profundo, o incluso pueden ser la proyección de características propias que no queremos aceptar porque entrarían en conflicto con la imagen idealizada que tenemos de nuestro “yo”.
3. Estamos demasiado cómodos y no queremos cambiar. Cuando creemos en algo, adoptamos una posición que nos resulta muy cómoda porque no nos vemos obligados a cambiar o a seguir buscando. No importa si crees en la existencia de un creador universal o en la teoría del Big Bang, una vez que la das por cierta, tu búsqueda ha terminado. Cuando asumimos una creencia, el camino termina abruptamente, no tenemos que seguir escudriñando sino que podemos quedarnos sentados tranquilamente en nuestra zona de confort. Por tanto, creer es mucho más cómodo que buscar. Pero eso no significa que sea mejor.
El camino: Buscar sin aferrarse a verdades
Cuando estamos dispuestos a buscar, se abre ante nosotros un mundo de posibilidades. De hecho, no se trata simplemente de un ejercicio intelectual, cambiar la certeza que brindan las creencias por la incertidumbre de la búsqueda también reporta un enorme beneficio a nivel emocional. ¿Por qué?
Cuando estamos dispuestos a enfrascarnos en una búsqueda, nos deshacemos del miedo a equivocarnos, que es uno de los principales frenos de nuestro desarrollo. El miedo a fallar aparece solo cuando tenemos creencias muy arraigadas, cuando creemos que algunas cosas son adecuadas y otras erróneas. Cuando creemos que tenemos razón, nos movemos dentro de un círculo muy restringido del cual nos aterra salir.
Sin embargo, cuando estamos dispuestos a buscar, la equivocación no tiene cabida porque cada nuevo descubrimiento supera al anterior. De hecho, si uno de esos descubrimientos era erróneo, ¡mejor aún! Porque significa que hemos aprendido algo y hemos crecido.
Y quizás lo más interesante es que no llegaremos a verdades inamovibles, lo cual significa que toda nuestra vida será un excitante viaje, una búsqueda que nos mantendrá vivos, curiosos y activos. Buscar siempre vale la pena.
Adriana* dice
Excelente, gracias!