“No estoy enfermo, solo estoy nervioso”, aseguró el rey Jorge III cuando a su corte le comenzó a preocupar su inestabilidad emocional. Y no fue el único dispuesto a reconocer que padecía síntomas “nerviosos”.
De John D. Rockefeller Jr. a Max Weber o Isaac Newton, hace décadas las personas no tenían problemas para confesar públicamente que sufrían una “crisis nerviosa”. No era tan inusual reconocer que habían sucumbido a la presión y llegado a su límite.
Lo interesante es que la aceptación de ese “colapso emocional” les daba “licencia” para recluirse del mundo. Así, quienes podían permitírselo, acudían a retiros, balnearios o clínicas en las que recuperaban energía y perspectiva, para luego continuar adelante con su vida.
Una crisis nerviosa les permitía alegar un exceso de trabajo, sensibilidad, preocupaciones o simplemente una presión abrumadora para reclamar un periodo de aislamiento para dedicarse a sí mismos, el tiempo necesario para recuperar su baricentro y calmar los tensos nervios a flor de piel.
En la actualidad, vivimos en una era de nerviosismo, incertidumbre y estrés, pero tomar un descanso verdadero – no solo del trabajo sino también de las preocupaciones y de las obligaciones diarias – es prácticamente impensable. En la sociedad del rendimiento regida por la idea anglosajona “time is money”, hay que seguir adelante hasta la extenuación.
El profundo y antiguo significado de la crisis nerviosa
El término “colapso nervioso” apareció por primera vez en un tratado médico de 1901 en el que Albert Abrams lo catalogó como “una enfermedad de todo el mundo civilizado”. Se basaba en la idea de George Miller Beard, un neurólogo de finales del siglo XIX, que postuló que todos tenemos una cantidad limitada de fuerza nerviosa, que puede agotarse, como si fuera una batería, debido a las exigencias y el estrés de la vida moderna.
En aquel momento, Beard, quien popularizó el término neurastenia, sostenía que aceleración provocada por la tecnología, la prensa y el teléfono, pero también las presiones de la creciente industrialización en el trabajo, había desatado una epidemia de enfermedades nerviosas. “La causa principal y primaria de este… rápido aumento del nerviosismo es la civilización moderna”, había escrito. Según este neurólogo, la crisis nerviosa era solo una advertencia del cuerpo, que nos indicaba que debíamos hacer un alto y recurrir a nuestros recursos de autosanación para recuperarnos.
Aunque el término “crisis nerviosa” era un paraguas que se usó mucho durante la época victoriana y englobaba múltiples problemas, llevaba implícitas dos ideas que la mayoría de la sociedad compartía:
- Que, como personas, disponemos de unos recursos psicológicos limitados.
- Que las exigencias del entorno a veces son excesivas y pueden desbordarnos.
- Que la solución no es seguir adelante como buenamente se pueda, sino descansar.
Sin embargo, con el desarrollo de la psiquiatría y la psicología, las crisis nerviosas se fueron diluyendo en trastornos con nombre propio, como la ansiedad generalizada, los ataques de pánico, la depresión, el trastorno bipolar o el síndrome de burnout. Obviamente, ser más precisos en el diagnóstico conduce a tratamientos más específicos, pero también perdimos algo importante por el camino: la autorización social implícita para tomarnos una pausa, descansar y reiniciar.
De un mal social a un trastorno personal
La crisis nerviosa no era vista como una afección mental, sino más bien sociológica. Aunque la opinión popular y médica vinculaba esa condición con una naturaleza delicadeza y una sensibilidad refinada, las personas que sufrían síntomas nerviosos podían evitar el estigma y los prejuicios asociados con las enfermedades mentales que existían en su época. Eso permitió que se sintieran más libres para reconocer que estaban llegando al punto de ruptura.
Además, el colapso nervioso no se entendía como una afección permanente, como la ansiedad o la depresión, sino como un bache esporádico en el camino, según explicó el historiador social Peter Stearns, de la Universidad George Mason en The Atlantic. No era necesario visitar a un psiquiatra o un psicólogo para diagnosticarla. Y tampoco hacía falta una causa específica, pero daba carta blanca para alejarse de la normalidad.
Sin embargo, el auge de la psicología – en detrimento de la sociología – nos empujó a mirar cada vez más dentro de nosotros. Mientras nos motivaba a reflexionar sobre nuestras emociones, estados de ánimo y pensamientos, al mismo tiempo alejaba el foco de las circunstancias económicas y sociales que muchas veces producen y alimentan ese malestar.
El imperativo moderno de la productividad y la felicidad, según el cual, si estamos mal es culpa nuestra y solo tenemos que poner en marcha la fuerza de voluntad para salir de esa situación, nos culpa y acorrala.
La Psicología Positiva, el clímax de esa tendencia, acaba teniendo un efecto atomizador ya que nos responsabiliza y aísla del entorno, haciendo que nos sintamos inadecuados y avergonzados cuando las circunstancias nos sobrepasan. Entonces, en vez de sacar bandera blanca y tomarnos un descanso, nos esforzamos aún más, llevando a cuestas nuestro propio campo de trabajos forzados, como dijera el filósofo Byung-Chul Han.
Reconocer que no podemos con todo
En una sociedad que ensalza el trabajo y recela del descanso, quizá necesitemos recuperar un concepto como la crisis nerviosa precisamente para proteger nuestra fuerza individual y colectiva. Zygmunt Bauman decía que vivimos en sociedades profundamente individualistas y egocéntricas que empujan a las personas a “buscar soluciones individuales, biográficas, a lo que son en realidad problemas estructurales y sistémicos”.
Así caemos en una trampa: o buscamos un diagnóstico de una enfermedad mental que nos permita tener un “justificante social” poder descansar o seguimos adelante, dando tumbos hasta la próxima crisis. Y, sin embargo, lo ideal sería no llegar hasta ese extremo y abrazar una cultura de pequeñas pausas o descansos que nos permitan recargar pilas. Esos pequeños descansos reparadores nos ayudarían a recomponer los pedazos rotos antes de que sea demasiado tarde.
Debemos recordar que «estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma no es una buena forma de medir la salud«. como dijo Jiddu Krishnamurti. La folie à millions existe, por lo que seguir a los demás no siempre es el mejor camino para asegurarnos nuestro bienestar.
Quizá el término “crisis nerviosa” no sea el más adecuado en los tiempos que corren, pero podríamos reactivar el concepto en el que se apuntala: a veces no podemos con todo simplemente porque las exigencias son desmesuradas. No somos Superman ni Superwoman. Y pretenderlo es peligroso para nuestra salud mental. A veces simplemente no podemos seguirle el ritmo a la sociedad porque no está construida a la medida del hombre. Y no es culpa nuestra.
Referencias Bibliográficas:
Useem, J. (2021) Bring Back the Nervous Breakdown. En: The Atlantic.
Shorter, E. (2013) The Nervous Breakdown. En: How everyone became depressed. Oxford Academic: Nueva York.
Stearns, P. N. et. Al. (2000) Nervous Breakdown in 20th-Century American Culture. Journal of Social History; 33(3): 565–584.
Oppenheim, J. (1991) Introduction: The Enigma of “Nervous Breakdown”. En: Shattered Nerves: Doctors, Patients, and Depression in Victorian England. Oxford Academic: Nueva York.
Rosenberg, C. E. (1962) The place of George M. Beard in nineteenth–century psychiatry. Bulletin of the History of Medicine; 36(3): 245-259.
Abrams, A. (1901) Nervous Breakdown: Its Concomitant Evils: Its Prevention and Cure, a Correct Technique of Living for Brain Workers. Hicks-Judd Company: San Francisco.
Deja una respuesta