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Culpar a los demás de nuestros fracasos es de ignorantes, según Epicteto

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Culpar a los demás de tus fracasos

Si existiera un «culpómetro», estaría a punto de estallar.

Vivimos en una era en la que culpar a los demás de nuestros fracasos se ha convertido en la norma. El jefe es un incompetente. El gobierno nos arruina. La suerte nunca está de nuestro lado. Nuestros padres nos traumatizaron. La sociedad nos oprime… La lista de excusas es infinita. Y mientras tanto, seguimos tropezando con la misma piedra, víctimas de una fatídica compulsión de repetición, convencidos de que la causa de nuestros fracasos está ahí fuera.

Pero, ¿y si el problema tuviera nuestro nombre y apellido?

Hace siglos, Epicteto decía que “acusar a los otros por nuestros fracasos es de ignorantes. No acusar más que a sí mismo es de hombres que comienzan a instruirse. Y no acusar ni a sí mismo ni a los otros, es de un hombre ya instruido”.

¿Duro? Sí. ¿Cierto? También. Los filósofos estoicos no se andaban con medias tintas. Sin embargo, su mensaje también es profundamente empoderador porque nos anima a tomar las riendas de nuestra vida y dejar de buscar chivos expiatorios para todo lo que sale mal.

La epidemia de echar balones fuera

Epicteto, que vivió como esclavo antes de ser filósofo, había sufrido en sus propias carnes la adversidad. Pudo haber culpado a su dueño, al destino o a los dioses por su situación. Pero en vez de eso, entendió que lo único que realmente controlaba eran sus pensamientos y acciones. Y con eso le bastó para ser libre, incluso antes de que lo liberaran.

En contraposición, hoy más que nunca, buscamos responsables externos para nuestros fracasos. No es casualidad que las redes sociales estén llenas de discursos victimistas, donde todo el mundo se siente ofendido y ultrajado por algo o alguien. Con generaciones cada vez más hipersensibles y menos resilientes, no es extraño que si perdemos el trabajo, sea por culpa de la economía. Si nuestra pareja nos abandona, es porque no sabe valorarnos. Y si no alcanzamos nuestras metas, es porque el sistema está en nuestra contra.

El problema no es que algunas de estas cosas sean ciertas (a veces lo son), sino que nos aferramos a ellas como una justificación perpetua. Plantamos casa en el victimismo, nos asentamos en la indefensión aprendida y esperamos que el mundo cambie para poder avanzar. Pero mientras esperamos que todo cambie para cumplir nuestros deseos, el tiempo pasa ine-xora-ble-mente.

Las consecuencias de culpar a los demás

Echar balones fuera tiene algo de adictivo. Proporciona un alivio instantáneo porque te exime de revisar tu papel y encima te confiere un aura de superioridad moral. Porque claro: tú sufres, tú lo intentas, tú das lo mejor de ti, pero los demás simplemente no colaboran. El universo conspira en tu contra.

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Sin embargo, lo cierto es que cuando culpas a los demás, cedes tu poder. Si crees que tu felicidad depende de factores externos (de que el jefe te trate bien, que la economía mejore, que tu pareja te comprenda…), te condenas a la frustración. Porque el mundo no gira a tu alrededor. La gente no siempre actuará como quieres. Y las circunstancias no siempre serán favorables.

Por ejemplo, imagina que vas caminando y tropiezas con una persona. Puedes gritarle, maldecirla, obsesionarte con lo ocurrido… o simplemente seguir caminando y olvidarte del asunto. La primera opción te convierte en rehén de su acción. La segunda, en dueño de tu reacción. Epicteto decía: “no es lo que ocurre, sino cómo lo interpretas lo que te perturba”.

Si cada vez que algo sale mal buscas un culpable, es probable que acabes viviendo en un bucle de resentimiento, repitiendo los mismos errores que te condujeron al fracaso porque no haces el examen de conciencia necesario para saber en qué te has equivocado. En cambio, si asumes que solo puedes controlar tus decisiones y reacciones, de repente el mundo se vuelve más manejable.

De la ignorancia a la sabiduría: las tres fases de la madurez según Epicteto

Epicteto pensaba que existen tres niveles de madurez psicológica:

  1. El ignorante. Culpa a los otros. En muchos casos no lo hace por maldad, sino porque desconoce una verdad básica: no siempre puede controlar lo que ocurre, pero puede controlar su respuesta.
  2. El aprendiz. Solo se culpa a sí mismo. Es la persona que ha salido del típico rol de víctima y ha comenzado a mirar en su interior, asumiendo sus responsabilidades.
  3. El sabio. No culpa a nadie, ni a los demás ni a sí mismo. Ha alcanzado un nivel de madurez tal, que entiende que el simple hecho de culpar es una distracción, venga de donde venga.

La mayoría estamos atascados entre la primera y la segunda etapa. Algunos empiezan a darse cuenta de que no todo es culpa del universo, pero luego caen en el otro extremo: la autocrítica destructiva. Entonces se flagelan por cada error y creen que son un desastre. Si no avanzan, es probable que terminen con una autoestima rota, paralizados por la culpa.

El verdadero progreso se produce cuando dejamos de buscar culpables. Porque la culpa, incluso hacia uno mismo, es inútil. No resuelve nada. Solo genera más frustración. Madurar espiritualmente implica dejar de pensar en términos de “quién tuvo la culpa” y empezar a pensar en términos de “qué puedo hacer con esto”.

No es simplemente subir un peldaño, sino llegar a una cima en la que nos decimos:

  • ¿Me fue mal? Bien. ¿Qué aprendí?
  • ¿Fallé? Vale. ¿Qué puedo ajustar?
  • ¿Alguien me hirió? Sí. ¿Qué hago con ese dolor?
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Entonces se produce la magia estoica: la paz interior, esa serenidad que no proviene de que todo salga bien, sino de que nada de lo que pase perturbe demasiado nuestro baricentro.

Menos dedo acusador, más espejo

En “El Enquiridión”, Epicteto recomienda: “sólo puedes alcanzar estos sentimientos renunciando a todo lo que no depende de ti, y constituyendo como bienes todo lo que de ti depende. Pues si asumes como ‘bien’ o ‘mal’ alguna cosa que no depende de ti, necesariamente, tus deseos quedarán frustrados y caerás en lo que temes, quejándote entonces y odiando a los que crees que han causado tu malestar”.

¿Cómo aplicarlo?

  1. Separa lo controlable de lo incontrolable. El primer paso es trazar una línea clara entre lo que depende de ti y lo que no. ¿Tu jefe es un incompetente? Incontrolable. ¿Tu desempeño en el trabajo? Controlable. Aprende a diferenciar los factores externos que escapan de tu dominio porque obsesionarte con ellos solo te generará una ansiedad inútil. Esa distinción te ayudará a convertirte en el verdadero arquitecto de tu destino.
  2. Deja de quejarte por lo que no puedes cambiar. ¿La política te indigna? Bien, pero si solo te quejas y no actúas, estás perdiendo energía. Las quejas son como una mecedora, te dan algo en que entretenerte, pero no te llevan a ningún sitio. Te agotan sin producir ningún cambio real. De hecho, el cerebro que se habitúa a la queja refuerza los circuitos neuronales del victimismo. Cortar ese círculo vicioso exige una decisión consciente: o inviertes esa energía en acciones productivas o sueltas lastre definitivamente.
  3. Enfócate en tu respuesta. La pregunta clave ante cualquier problema no es «¿quién tiene la culpa?» sino «¿qué puedo hacer al respecto?». Si un problema tiene solución, actúa. Si no la tiene, acepta y sigue adelante. Aplicar ese filtro mental evita dos trampas: la parálisis del resentimiento y el flagelo de la culpa innecesaria. Controlar tu reacción es el último reducto de libertad que nadie puede arrebatarte.

Recuerda que cada vez que te frustras y vives amargado culpando a los demás de tus fracasos, te estás negando el poder más grande que tienes: el de elegir cómo responder ante lo que te pasa. Así que la próxima vez que algo no salga como esperabas, antes de activar el culpómetro… respira y pregúntate: ¿qué depende de mí?

Y empieza a partir de ahí. Porque tal vez no puedas cambiar el mundo, pero puedes dejar de culparlo por todo lo que no funciona en tu vida. Y eso, es el principio de la madurez.

Referencia Bibliográfica:

Arriano, L. F. (2013) Equiridion, o manual de Epicteto. CreateSpace Independent Publishing.

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Jennifer Delgado Suárez

Psicóloga Jennifer Delgado Suárez

Soy psicóloga. Por profesión y vocación. Divulgadora científica a tiempo completo. Agitadora de neuronas y generadora de cambios en mis ratos libres. ¿Quieres saber más sobre mí?

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