“Hace muchos años, cuando llevé a mi hijo al médico para que lo vacunara, era un bebé diminuto que ni siquiera había llorado. Era su primera experiencia en el mundo real.
“Recuerdo que se lo entregué a la enfermera y ese niño pasó de un balbuceo alegre a una mirada de indignación con sus primeras lágrimas. Recuerdo que lo sostuve en brazos e intenté consolarlo diciéndole: ‘Está bien, no pasa nada’.
“La enfermera me miró y con mucha calma y compasión me dijo: ‘No está bien, Susan. Su hijo está experimentando dolor. Estará bien, pero ahora no está bien’”, contó Susan David, psicóloga y profesora en la Facultad de Medicina de Harvard .
Muchas veces, con la mejor de las intenciones, les decimos a nuestros hijos que “no pasa nada” o “todo está bien” cuando en realidad no es así. Intentamos tranquilizarlos con esas palabras porque no soportamos que sufran o queremos evitar que se enfaden y deseamos que ese momento pase lo más rápido posible. Es comprensible. Pero no está bien.
Y no está bien porque con esas frases arrebatamos a nuestros hijos la oportunidad de desarrollar la resiliencia que necesitarán en un mundo impredecible y complejo. Les quitamos la oportunidad de explorar su universo afectivo, incluidas esas emociones desagradables que también son brújulas esenciales para lidiar con la adversidad.
El costo de la invalidación emocional
A la inmensa mayoría de los adultos les cuesta lidiar con emociones desagradables como la ira, la frustración o la tristeza. Nuestra incapacidad para soportar esas emociones nos lleva a intentar minimizar el problema que las genera en la mayoría de los ámbitos de nuestra vida. Nos cuesta acompañar en el sufrimiento y la tristeza, por lo que si a eso le sumamos el amor inmenso que sentimos hacia nuestros hijos, es comprensible que respondamos diciendo que “no pasa nada” o que ”todo está bien” cuando no lo está.
Imbuidos en la tiranía de la felicidad, una cultura en la que «pensar positivo» es casi un imperativo, es comprensible que deseemos obviar las emociones difíciles. Sin embargo, la ciencia ha demostrado que cuanto más nos esforcemos por ser felices, más probable es que le abramos la puerta a la tristeza, la frustración y la insatisfacción.
Sin darnos cuenta, muchas veces enseñamos ese patrón disfuncional a los niños. Muchas veces les enseñamos a temer las emociones desagradables, ignorarlas e incluso esconderlas. Muchas veces no les permitirnos sentir celos cuando efectivamente el hermanito recibe más atención, frustración cuando algo no marcha según sus planes, ira cuando otro niño les arrebata un juguete o ansiedad ante una situación nueva. Lo que sucede, en esos casos, es que los niños no aprenden a gestionar esas emociones.
Fingir que las cosas están bien, cuando es evidente que el niño se siente mal, no es el mejor camino para que aprenda a gestionar sus emociones. De hecho, intentar que todo vuelva a la “normalidad” lo antes posible les arrebata la oportunidad de aprender a lidiar con esas emociones y gestionarlas de manera asertiva.
Cuando no le damos a los niños la oportunidad de experimentar esas emociones, solo aprenden a temerles, de manera que en el futuro, cuando reciban un rechazo o una mala noticia, no tendrán herramientas psicológicas para gestionar esas situaciones y su impacto emocional será más fuerte.
¿Qué pasa cuando “no pasa nada”?
¿Te has preguntado qué pasa por las cabecitas de los niños cuando les decimos que no pasa nada, pero realmente se sienten mal?
Esa frase es un acto de invalidación emocional en toda regla. Menosprecia sus emociones. Les dice que lo que sienten en ese momento no tiene importancia. De hecho, les dice que lo que están sintiendo ni siquiera existe puesto que “no pasa nada”.
Sin ser plenamente conscientes, transmitimos expectativas implícitas sobre cómo lidiar con su mundo afectivo a través de frases como “en esta familia no nos enojamos”, “cuando estés enojado, vete a tu habitación” o “no te pongas triste o nadie querrá jugar contigo”.
Con estas frases transmitimos a los niños nuestras expectativas sobre sus emociones. Les decimos lo que deben sentir, de manera que aprenden a catalogar esas emociones como inadecuadas y terminan comprendiendo que no está bien visto exteriorizarlas. Aprenden que no deben expresar sus emociones porque resultan incómodas para los demás.
Así pierden el contacto con su mundo interior. Aprenden a ignorar o reprimir sus sentimientos. A desoír las emociones propias y ajenas. Y así es como acaban convirtiéndose en adultos que repiten de manera automática que “no pasa nada” o que “todo está bien”.
Pero lo cierto es que sí pasa. Porque cuando un niño se cae y se magulla la rodilla, le duele. Cuando llora a mitad de la noche porque la luz está apagada, es porque tiene miedo a la oscuridad. Cuando se aferra a las piernas de su padre o su madre, es porque siente ansiedad…
Reconocer que está pasando algo
Una parte esencial de la educación consiste en ayudar a nuestros hijos a desarrollar la agilidad emocional, ayudarles a que gestionen todo tipo de emociones. No se trata de dejar que tengan una rabieta o permitir que peguen a su hermanita u otro niño porque están enfadados, sino de enseñarles a expresar asertivamente esas emociones.
La misión de los padres es acompañar a sus hijos a través de esa travesía afectiva, comenzando con la validación emocional, que implica aceptar las emociones y sentimientos poniéndoles un nombre.
De hecho, las investigaciones muestran que a los dos y tres años, si les preguntamos a nuestros hijos: «¿Te sientes enojado o triste?» son capaces de empezar a desarrollar un lenguaje afectivo básico con cierta granularidad emocional.
Para ello, debemos hablar con más frecuencia de cómo nos sentimos y de cómo se sienten. En lugar de decir “no pasa nada” o “todo está bien” deberíamos decir: “veo que te sientes mal. ¿Qué te ha ocurrido?” o “sé qué te has hecho daño y ahora te duele mucho, pero pronto se pasará” o “Veo que no estás bien, ¿qué te ayudaría a sentirte mejor?”.
Una investigación estupenda realizada en la Vrije Universiteit Brussel demuestra muestra que cuando simplemente estamos presentes con nuestros hijos mientras atraviesan momentos difíciles, podemos reducir la tensión y el sufrimiento incluso antes de hablar. Reconocer lo que les ocurre compartiendo plenamente su experiencia tiene un poder casi mágico porque de repente el niño comprende que ya no tiene que seguir mostrando su dolor o sufrimiento puesto que sus padres le han entendido. Entonces comienza el proceso de sanación.
Referencias Bibliográficas:
Rheel, E. et. Al. (2022) The Impact of Parental Presence on Their Children During Painful Medical Procedures: A Systematic Review. Pain Med; 23(5): 912-933.
Bastian, B. et. Al. (2012) Feeling bad about being sad: the role of social expectancies in amplifying negative mood. Emotion; 12 (1): 69-80.
Wellman, H. M. et. Al. (1995) Early understanding of emotion: Evidence from natural language. Cognition and Emotion; 9(2-3): 117–149.
Deja una respuesta