Hay imágenes que valen más que mil palabras. La imagen de la anciana frente a unos estantes vacíos en un supermercado resume a la perfección las consecuencias de la locura que estamos viviendo en estas semanas.
Es la imagen del vacío y la soledad. Pero también de la indolencia y el egoísmo.
Tomada el 19 de marzo en el supermercado Coles de Port Melbourne, en Australia, fue publicada por el periodista Seb Costello. En ella se aprecia a una anciana en el pasillo de las conservas. Vacío. Por las compras de pánico que se han desatado en estos días a raíz del coronavirus. Cuenta el periodista que a la anciana se le escaparon las lágrimas.
Las compras de pánico, sin embargo, son tan solo la punta del iceberg. Un iceberg tan profundo como la vida misma y tan estratificado como nuestras clases sociales.
Esta imagen nos muestra que, aunque el coronavirus no entiende de clases sociales, quienes gestionan la situación sí hacen diferenciaciones por clases sociales. Diferenciaciones que antes eran «soportables» pero que ahora se convierten en un puñetazo a la sensibilidad. Diferenciaciones que en estos tiempos – más que nunca – pueden marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Literalmente. Sin eufemismos.
También es la imagen de la vulnerabilidad. De quienes se han quedado detrás. Los últimos de la fila. Esos a los que nadie tiene en cuenta porque ya dieron todo lo que tenían y han perdido su “valor social”. Esos que se vuelven invisibles. Que casi tienen que pedir perdón por existir. Los que solo piden que la sociedad se acuerde de ellos – aunque sea de vez en cuando. Y muchas veces ni siquiera aspiran a que les ayuden, sino tan solo a que no les compliquen más las cosas.
Esa – y otras imágenes – también pasarán a los anales de la historia. Para recordarnos lo que la sociedad en su conjunto no quiso ver. Para darle visibilidad, por fin, a los invisibles. Aunque quizá sea demasiado tarde para muchos de ellos.
La denuncia sorda de quienes se han quedado sin voz
Esa imagen también es una denuncia sorda. Es un dedo acusatorio que obliga al sistema – y a cada uno de nosotros – a enfrentarnos con nuestra conciencia. Es un aldabonazo que nos dice que hemos equivocado el camino.
Esa imagen es el reflejo de una sociedad demasiado llena de sí misma. Demasiado ocupada. Demasiado enajenada. Es la imagen que daña la imagen de las empresas y los gobiernos, porque les recuerda que, aunque no quieran y se resistan, tienen una obligación social inalienable, como cada uno de nosotros.
Es también la imagen de los estados que minimizan la muerte de sus ancianos. De ayudas decretadas para los vulnerables que terminan perdiéndose en los tortuosos caminos de la burocracia. Es la imagen de las instituciones y los países que se han olvidado de la solidaridad y han optado por un “sálvese quien pueda”. De quienes le dieron un doloroso portazo a Italia y a los italianos dejándoles completamente solos, alimentando la inútil esperanza de que a ellos no les tocaría.
Sin embargo, no hay nada como las situaciones extremas para sacar a la luz verdades que de otra manera quedarían sepultadas tras palabras edulcoradas y gestos vacíos. En esas situaciones sale a la luz lo que somos y lo que valemos – como personas y como sociedad.
Esa imagen, en resumen, nos dice desde el atronador silencio de quienes se han quedado sin voz que esta pandemia pasará, pero las consecuencias de nuestras reacciones y decisiones perdurarán.
El miedo pasará. El peligro quedará en el pasado. Las puertas finalmente se abrirán. Volveremos a llenar las calles. Pero nuestros comportamientos nos acompañarán – de una forma u otra. Y podremos sentirnos orgullosos de ese gesto de responsabilidad, solidaridad y humanidad. Orgullosos de la persona que fuimos en ese momento y de la persona en la que nos hemos convertido.
En cierto punto, cuando comience la reconstrucción de los pedazos rotos, esas imágenes volverán. Recordaremos cada retraso, cada debate superfluo, cada titubeo inútil, cada contradicción flagrante, cada traba burocrática que terminaron costando vidas y causaron sufrimiento. Recordaremos cada cosa que pudimos hacer y no hicimos. Cada acto de irresponsabilidad, insensatez y egoísmo. Lo recordaremos por nosotros y por los que no están. Pero, sobre todo, lo recordaremos para asegurarnos de que no se vuelvan a repetir.
Por el momento, no nos queda más que quedarnos en casa, durante el tiempo que sea necesario. Cuidar a los enfermos. Llorar a los que se han ido. Pero ya podemos ir imaginándonos el después. Y quizá – solo quizá – con esa imagen en mente e intuyendo otras mucho más duras, podremos corregir ahora lo que nuestro “yo” del futuro nos recordará.
Mai dice
Es increíble la manera que escribes, es increíble lo que trasmites… Difícil encontrar textos tan bien expresados.
Gracias por tu trabajo. Gracias por darles voz a quienes ya poco importan, y sobretodo, a quienes podrían estar y ya no están.
Isabel dice
Muchas gracias por todo lo que escribes y que sirven de gran ayuda en momentos difíciles.
Lourdes Perez dice
Muchas gracias por tu guía profesional y lo hermoso que compartes para que la gente tome conciencia y pueda ser más noble de sentimientos. Muchas gracias
Saludos desde Japón
Jazmín Alejandra dice
Oh. Es tan cierto y triste lo que relatas. Mi país ha sido explotado por tantos años, que aquí lo que más abunda es irá. Y muy valida por cierto. Pero lo más complejo es que es ira que se desata de formas que para muchos es «violencia». Pero no es más que el reflejo de la violencia estructural con la que hemos sido tratados desde años atrás.
Yo creo que cuando el coronavirus pase, en mi país la gente va a estar tan enojada, que quedará el caos nuevamente.
Algo bonito pero difícil de ver también. Quizás sea necesario. Hacer catarsis.
Jorge Moya dice
Excelente artículo. Si no sabemos gestionar esta crisis, terminaremos vacíos de todo y llenos de nada.