
En las películas de naufragios hay una escena clásica: una persona se está ahogando, y alguien, en un acto heroico, se lanza al agua a rescatarla. ¿El problema? Si no conoce la técnica de rescate, la persona en apuros, desesperada, puede agarrarlo con tanta fuerza que termine hundiendo a ambos.
En la vida real, esto no solo pasa en el mar, ocurre continuamente en nuestras relaciones. Nos lanzamos a “salvar” a los demás, olvidando que, en el proceso, podemos acabar arrastrados por la corriente de sus problemas.
El síndrome del salvador: ¿por qué nos cuesta tanto dejar que los demás solucionen sus problemas?
Desde pequeños nos enseñan que ayudar es bueno, que hay que estar disponibles para darle una mano a los demás. Obviamente, ayudar a quien lo necesita es positivo, nos honra y hace que el mundo sea un lugar mejor… hasta que nos pasamos de la raya.
El «síndrome del salvador» describe esa necesidad de rescatar constantemente a quienes nos rodean, incluso cuando no nos lo han pedido. Esa tendencia puede ser el resultado de la educación, de un deseo de aprobación o de la falsa creencia de que nuestra valía depende de cuánto ayudemos a los demás.
El psicólogo Stephen Karpman estaba convencido de que nos movemos en un “triángulo dramático” adoptando fundamentalmente tres roles: salvador, víctima y perseguidor. El salvador siente que debe solucionar la vida de los demás; la víctima se acomoda en su sufrimiento y el perseguidor culpa a los otros. Lo curioso es que esos papeles suelen convertirse en fuente de conflictos.
De hecho, el salvador solo puede cumplir su rol cuando sobreprotege a los demás y decide cargar sobre sus hombros los problemas ajenos, impidiéndoles de esa forma que puedan desarrollarse, aprender y crecer. En esos casos, la ayuda no es saludable ni oportuna, pero generalmente se ofrece para mantener la autoimagen de bondad.
Piénsalo: si siempre le sacas las castañas del fuego a un amigo que gasta más de lo que tiene, o a ese compañero que nunca entrega a tiempo, ¿realmente le estás haciendo un favor? La respuesta es no. De hecho, podrías estar reforzando el problema en lugar de solucionarlo.
La presión social por «hacer algo»
Entonces, ¿qué debe hacer uno cuando ve que alguien de su círculo más cercano tiene dificultades para mantenerse a flote? ¿Tirarse al agua? ¿Lanzarle un salvavidas? ¿Llamar a un socorrista?
A veces, lo mejor es no hacer nada. No entrometernos.
Nuestra compulsión por intervenir en los problemas ajenos viene determinada en gran medida por las expectativas culturales. Vivimos en una sociedad que valora la acción sobre la contemplación, la solución rápida sobre el proceso lento. Nos han enseñado que «hacer algo» siempre es mejor que «no hacer nada».
Pero, ¿y si «no hacer nada» fuera, en realidad, la opción más sabia en algunas ocasiones?
El sociólogo Erving Goffman hablaba de la fachada social, una máscara que usamos para cumplir con las expectativas de los demás. Cuando nos sentimos presionados para intervenir en los problemas ajenos (porque se supone que es lo que debemos hacer), generalmente lo hacemos más por cumplir con esa fachada que por un deseo genuino de ayudar.
En ese proceso, podemos perder de vista lo que realmente necesita la otra persona. Entonces se produce una paradoja: nos preocupamos tanto porque nuestra ayuda sea percibida como útil, que termina siendo contraproducente. Y es que en algunos casos, los demás no necesitan un salvavidas o un socorrista, sino simplemente un espacio seguro donde expresarse y hallar validación.
La diferencia entre apoyar y cargar con los problemas de otros
No se trata de volvernos insensibles y mirar para otro lado cuando alguien lo pasa mal. El deseo auténtico de consolar, apoyar y ayudar nos une. Se trata de aprender la diferencia entre apoyar y cargar con los problemas de otros, problemas que ellos podrían resolver solos.
¿Cómo saber si estás cayendo en el rol del salvador?
- Sientes más angustia por el problema ajeno y te lo tomas más a pecho que la propia persona involucrada.
- Inviertes una cantidad de tiempo, recursos y energía desproporcionados para resolver algo que no te corresponde.
- Te frustras y enfadas cuando el otro no sigue tu consejo o no parece esforzarse por salir adelante.
- Cargas sobre tus hombros responsabilidades que pertenecen por derecho propio a otra persona.
Un enfoque más saludable es practicar la «compasión con límites». Escuchar, estar presente y ofrecer apoyo emocional es valioso, pero asumir la carga de otro como propia es un boleto directo a la frustración y el agotamiento. Asumir responsabilidades ajenas es doble garantía de desastre debido a la sobrecarga emocional y psicológica que conlleva para el «salvador» y las oportunidades de aprendizaje y evolución que arrebata a quien es «salvado». Por tanto, acompaña en las penas, pero no te ahogues en ellas.
La paradoja del apoyo: cuando menos es más
La teoría de la autodeterminación señala que tenemos tres necesidades psicológicas básicas: autonomía, competencia y relación con los demás. Cuando intentamos resolver los problemas de los otros continuamente, aunque sea con la mejor de las intenciones, estamos socavando su autonomía y su sensación de competencia. En otras palabras, le estamos diciendo a esa persona: «tú no puedes con esto; yo lo haré por ti«.
Sin embargo, las personas crecen cuando se enfrentan a los retos que les plantea la vida. Desarrollan la resiliencia cuando se caen y se levantan. En esa lucha aprenden, se vuelven más fuertes, se conocen mejor y estrechan lazos con quienes las han acompañado a lo largo del camino.
Por supuesto, ver sufrir a alguien a quien queremos puede ser doloroso, pero intervenir y cargar con los problemas de otros no siempre es la respuesta.
En lugar de eso, puede ser más útil escuchar sin juzgar, validar sus sentimientos y estar presentes sin intentar imponer nuestras soluciones o puntos de vista. Esa presencia discreta no solo respeta su autonomía, sino que también fortalece la relación y demuestra confianza en la capacidad de la persona para gestionar la situación y encontrar una solución.
A veces, dejar que los demás tengan sus problemas no es falta de empatía, sino un acto de respeto. Es reconocer que cada persona tiene su propio camino y debe librar sus propias batallas para aprender las lecciones que le permitirán ir madurando.
Así que la próxima vez que sientas la urgencia imperiosa de cargar con los problemas de otros o resolverle la vida de alguien, pregúntate: ¿realmente necesita ayuda o solo espacio para crecer? A fin de cuentas, es mucho más útil y pragmático enseñar a alguien a nadar, que salvarlo continuamente de las olas. Como se suele decir, el mejor salvavidas es aquel que no necesita ser lanzado.
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