“¡Odio la coliflor!”
“¡Odio hacer esto!”
“¡Odio a esa gente!”
La palabra “odio” está por doquier, sobre todo en los últimos tiempos. Se ha convertido en una etiqueta que usamos sin pensar demasiado para designar una amplia gama de estados emocionales que a menudo poco tienen que ver con el odio. De hecho, a veces usamos esa palabra simplemente para describir sentimientos muy negativos que experimentamos, pero que no son odio. Y a veces incluso la utilizamos para enfatizar algo que no nos gusta o incomoda sobremanera.
Las redes sociales, los medios de comunicación y los platós de televisión se han encargado de validar ese “odio”. Incluso se han probado leyes específicas para atajar los delitos de odio. Pero en realidad solemos confundir el odio con la rabia o la ira. Esa confusión puede conducirnos a posturas más extremas y una rigidez funcional, por lo que conocer la diferencia entre ira y odio es importante, tanto a nivel personal como social.
La ira pasa, el odio queda
La rabia y la ira son emociones que todos hemos sentido en alguna ocasión. Generalmente surgen como resultado de una situación que nos irrita, incomoda o molesta hasta tal punto que genera frustración. Sin embargo, al ser la ira una emoción primaria, generalmente nos abandona tan pronto como llega. La ira y la rabia no suelen persistir, por lo que no “enturbian” durante mucho tiempo nuestro estado emocional.
Cuando estamos enojados, es probable que hagamos algo para ventilar esa rabia, por lo que muchas veces un acto basta para borrarla de un plumazo o al menos disminuir su intensidad. Por eso, la ira suele ser una emoción espontánea y breve.
En cambio, el odio suele persistir durante más tiempo. También tiene sus raíces en experiencias desfavorables o desagradables, pero es un sentimiento, no una emoción, lo cual implica que es más duradero y profundo. De hecho, el odio suele ser un sentimiento “alimentado” a fuego lento. No es una simple respuesta a las circunstancias, sino que implica una aportación activa de nuestra parte.
El odio también es una respuesta cognitiva, que está moldeada y moldea nuestro pensamiento y actitudes. Mientras la ira suele originarse en la zona más primitiva del cerebro, el odio deriva tanto de nuestra mente racional como emocional. Neurocientíficos del University College de Londres descubrieron que la ira se refleja principalmente en las zonas cerebrales que se activan como respuesta ante una amenaza, pero el odio incluye una mayor activación de áreas corticales del cerebro, tanto aquellas responsables de la planificación motora como las asociadas al desprecio y el asco.
Esa diferencia entre ira y odio nos permite comprender que es más fácil deshacerse de la rabia que del odio, sobre todo una vez que este ha echado sus raíces.
La ira es un combustible, el odio un cáncer
La ira, aunque ha sido una emoción denostada y a menudo calificada como negativa, puede proporcionarnos ciertos beneficios. De hecho, tiene un poder motivador extraordinario, por lo que puede empujarnos a actuar para defender nuestros derechos o escapar de una situación que nos está dañando.
La ira y la rabia van y vienen, proporcionándonos una dosis extra de energía que nos ayuda a afrontar con determinación un obstáculo o amenaza. En esos casos, la ira puede ser combustible mientras que el odio se parece más a un cáncer porque tiene consecuencias negativas tanto para quien lo experimenta como para quien lo recibe.
En este sentido, un estudio realizado en el contexto del conflicto israelí-palestino reveló que el verdadero obstáculo era el odio. Estos investigadores apreciaron que la ira no suponía un obstáculo tan grande para llegar a compromisos y acuerdos, por lo que concluyeron que “la ira puede ser constructiva en ausencia de odio”.
A diferencia de la ira, el odio suele ser más intenso, por lo que sus consecuencias también lo son. Cuanto más dure el odio y más se generalice, más probable es que opaque otras emociones y oscurezca todo lo que podamos sentir. El odio suele ser el terreno donde crece el rencor y la venganza, por lo que a menudo nos empuja a herir o destruir.
El odio también suele terminar “apoderándose” de quien odia. Se convierte en una obsesión que destruye a la persona que lo experimenta. Al cerrar su visión impidiéndole ver nada más allá de su narrativa vital, la va circunscribiendo a un círculo cada vez más estrecho, alejándola de la persona que fue, arrebatándole tanto su capacidad de discernimiento como la posibilidad de experimentar emociones positivas que puedan contrarrestar los embates del odio.
El odio nos impide ver la luna detrás del dedo
Un estudio realizado en la Universidad de Ámsterdam reveló que solemos odiar a las personas o grupos más por lo que son que por lo que hacen. El odio es una disposición estable que parte de una percepción negativa de ciertas personas, que se convierten inmediatamente en el objeto de nuestra ira y en el chivo expiatorio sobre el cual proyectar todo nuestro malestar y frustraciones.
Solemos dirigir el odio hacia aquellas personas o colectivos que en algún momento identificamos como la causa de nuestro malestar o sufrimiento – ya sea eso cierto o no. De hecho, suele ser una respuesta a experiencias repetidas de humillación que generan un sentimiento de impotencia. Por lo tanto, el odio suele asociarse con sentimientos de ira, disgusto y una profunda decepción hacia quienes pensamos que nos son hostiles.
En este sentido, otra diferencia entre la ira y el odio es que este último suele implicar la percepción de intenciones negativas por parte de los demás, una mentalidad que puede fortalecerse y volverse más resistente con el paso del tiempo. Odiamos a quien vemos como nuestro enemigo – ya sea real o imaginario.
Por esa razón, implica la demonización del otro sin tener en cuenta la complejidad del ser humano. Implica caricaturizarlo, simplificarlo y cosificarlo. Así tenemos carta blanca para arremeter contra esa persona o grupo sin experimentar empatía ni culpa.
De hecho, estos psicólogos reconocen que “el odio puede ser tranquilizador y autoprotector porque su mensaje es simple y ayuda a confirmar la creencia de las personas en un mundo justo”. O sea, nos permite buscar culpables en los cuales depositar nuestros problemas, carencias, insuficiencias y errores. Esa es la razón por la cual a nivel social se fomenta el odio, ya que es un mecanismo a través del cual se nubla el razonamiento de las masas y, al mismo tiempo, se desvirtúa su atención de los verdaderos responsables, impidiendo que puedan comprender la situación en toda su complejidad.
El odio, sin embargo, no es más que una distracción del sufrimiento interno, ya sea a nivel personal o social. No es más que una cortina de humo que levantamos para no tener que reflexionar sobre nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. De hecho, aunque la ira puede cegarnos y afectar nuestra capacidad para ver el panorama general, el odio lo vuelve aún más inaccesible. A diferencia de un momento de ira intensa que restringe nuestra capacidad para ver y comprender puntos de vista alternativos, la constricción provocada por el odio es aún más generalizada y duradera. Nos ciega.
Obviamente, si no abordamos el odio, puede convertirse en una obsesión que constriña nuestra flexibilidad para pensar y nos impida abordar las heridas más profundas e incómodas. El odio es un sentimiento debilitante y complicado que puede tomarnos como rehén, limitando nuestra capacidad para construir una vida más plena y para vivir en armonía como sociedad.
Fuentes:
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