En el año 1971 en la Universidad de Stanford se desarrolló un polémico experimento: 24 estudiantes se ofrecieron como voluntarios y se convirtieron en reclusos y guardias de una cárcel ficticia. Probablemente Zimbardo, director del proyecto, estaba motivado por develar y quizás solucionar la violencia humana pero los problemas en su diseño experimental comenzaron a despuntar en la misma medida en que los sujetos del experimento olvidaban que todo era una simple simulación: los guardias comenzaban a manifestar comportamientos sádicos mientras que los reclusos perdían su voluntad.
El experimento, sustentado por la Marina norteamericana duraría dos semanas y las personas estarían vigiladas todo el tiempo mediante monitores.
Doce de los voluntarios fueron encarcelados en el sótano del Departamento de Psicología mientras que el resto asumió el rol de carceleros. Los guardianes cumplían turnos de ocho horas y luego regresaban a su vida normal. Cada persona podría abandonar el experimento en el momento que lo desease pero con esto renunciaría a la correspondiente remuneración económica.
A los guardias se les alertó que podrían inducir en los prisioneros el miedo, el aburrimiento, la sensación de arbitrariedad y de control extremo pero que no debían utilizar la violencia.
Los prisioneros fueron arrestados sin previo aviso, simulando un arresto real y una vez en la prisión fueron obligados a vestir camisones blancos sin permitirles ropa interior, les pusieron una cadena al tobillo y fueron identificados con números.
Al final del primer día los reos iniciaron una rebelión que fue sofocada brutalmente por los guardias, durante la noche creyendo que las cámaras estaban apagadas se extremó la crueldad contra los prisioneros. Algunos de los castigos fueron: controlar el uso del lavado, despojarlos de sus ropas, realizar flexiones, simulación de actos homosexuales, limpiar letrinas a manos desnudas…
Por supuesto, el recrudecimiento de las medidas disciplinarias terminó por provocar trastornos psicológicos en los presos que aunque pidieron ser puestos en libertad, se les negó el derecho a salir del experimento rompiendo lo pactado. Al parecer también Zimbardo comenzó a creerse su papel de director de la cárcel.
El experimento terminó a los once días y en la actualidad resulta altamente cuestionado tanto por el método utilizado como por la implicación emocional de sus investigadores. Por supuesto, a los participantes se les realizó un seguimiento aunque los psicólogos aseveran que no hubo efectos secundarios ni comportamientos violentos posteriores al experimento.
Como dato curioso les añado que como anteprima de este experimento fue desarrollado otro con características similares en la Universidad de Yale. Milgran, director de la investigación, deseaba comprender cuánto dolor podría ser capaz de infligir una persona normal a otro sujeto si le daban esta orden.
El experimento consistía en que uno de los voluntarios debía aplicar descargas eléctricas cada vez que otro participante respondiese inadecuadamente ante un cuestionario, por supuesto, el cuestionado estaba atado a una silla eléctrica.
Al torturador se le explicó que cada fallo “podría” suponer un aumento del voltaje que “podría” alcanzar hasta los 450 voltios, en cuyo caso la persona moriría. ¿Resultado? Un 65% de los torturadores aplicó descargas eléctricas de 450 voltios matando a los correspondientes cuestionados.
Lo curioso es que los torturadores no sabían que el que estaba atado a la silla eléctrica era un actor y que las descargas eran ficticias. Para ellos el experimento era una situación real donde estaban torturando y llevando a la muerte a las personas atadas a la silla.
Posteriormente se desarrollaron otros experimentos con objetivos similares y con sus correspondientes efectos nefastos.
Por suerte en la actualidad esta experimentación, más propia de un enfermo mental que de un psicólogo, solo queda como memoria en los archivos más negros de la Ciencia Psicológica pero al menos una pregunta queda como resultado de estas investigaciones: ¿cuál es la línea que separa la humanidad y la compasión de la perversión y el sadismo? Quizás sea mucho más fina de lo que la mayoría de nosotros podría imaginar.
Fuentes:
Zimbardo, P. G. (1973) On the ethics of intervention in human psychological research: With special reference to the Stanford prison experiment. Cognition; 2(2): 243-256.
Milgram, S. (1967) Behavioural study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology; 67: 361-378.
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