Si sueles pensar que serías más feliz si tu pareja, padres, amigos, el gobierno o incluso el propio mundo cambiaran, es probable que estés sufriendo lo que se conoce como “falacia de cambio”. Obviamente, imaginar un mundo mejor y luchar por conseguirlo no es negativo, pero condicionar tu felicidad a que se produzca ese cambio suele ser una espada de Damocles que, más temprano que tarde caerá sobre tu cabeza.
¿En qué consiste la falacia del cambio exactamente?
La falacia de cambio es una distorsión cognitiva que consiste en pensar que nuestro bienestar y felicidad dependen de que los demás cambien. En práctica, sentimos la necesidad de cambiar a quienes nos rodean porque creemos que solo así podremos sentirnos bien, de manera que ponemos nuestras esperanzas en que esa transformación se produzca.
La falacia del cambio nos hace pensar que las cosas irían bien si tan solo pudiéramos influir más en los demás. Creemos que todo sería mejor si los otros cambiaran. Por tanto, en su base se encuentra la creencia errónea de que nuestro bienestar depende de los actos de los demás y la idea de que tenemos poder para influir en sus decisiones, actitudes y comportamientos.
¿Por qué el cambio de los demás no puede garantizarnos la felicidad?
La falacia de cambio nos tiende una trampa al hacernos pensar que nuestra felicidad depende de los demás. Desarrollamos un locus de control externo al atribuir nuestro bienestar casi exclusivamente a lo que hagan, piensen o sientan los demás.
Creemos que para satisfacer nuestras necesidades, son los otros quienes han de cambiar. Pensamos cosas como “si mi pareja cambiara, tendríamos una relación estupenda”, “estaría feliz si mi jefe cambiara” o incluso “estaría mejor si el gobierno cambiara”. La sintaxis siempre es la misma: “si tan solo cambiara tal cosa, entonces yo podría…”.
Sin duda, tener una pareja más solícita, un jefe más comprensivo o un gobierno que entienda mejor las necesidades de los ciudadanos podría mejorarnos la vida y hacernos más felices. Sin embargo, supeditar nuestro bienestar y condicionar nuestra felicidad al cambio de terceras personas es como hipotecar nuestra vida sin ninguna garantía.
Ponernos en manos de los demás en realidad nos condena a un estado de insatisfacción permanente ya que es poco probable que consigamos esas relaciones ideales o esas circunstancias perfectas. Como resultado, nos condenamos a perseguir un imposible.
Poner nuestras esperanzas en que el otro cambie también implica, de cierta forma, asumir una actitud egocéntrica en la cual suponemos que el mundo gira a nuestro alrededor, de manera que debe adaptarse a nuestras necesidades y deseos. La vida no funciona así. Y cuanto antes lo asumamos, mejor.
Destinar nuestros esfuerzos a conseguir el cambio que deseamos en los demás, muchas veces sin siquiera preguntarnos si las otras personas quieren o están dispuestas a cambiar, suele ser una condena al fracaso.
Creer que si los demás cambiaran, todo sería mejor, y luego intentar obligarlos a hacerlo, no hará más que generar tensión y conflictos. Terminaremos malgastando una energía preciosa que podíamos haber usado en desarrollar estrategias más adaptativas para lidiar con nuestra realidad.
¿Cómo contrarrestar la falacia de cambio y recuperar las riendas de tu vida?
Albert Ellis pensaba que “hay tres monstruos que no nos permiten avanzar: tengo que hacerlo bien, tienes que tratarme bien, y el mundo debe ser fácil”. Ellis, quien fundamentó su teoría en la filosofía estoica, la cual sostenía que la perturbación emocional no depende directamente de la situación, sino de la interpretación que le damos, consideraba que todos desarrollamos diferentes creencias irracionales que matizan nuestra manera de ver el mundo y la forma de reaccionar ante los acontecimientos.
La falacia de cambio se sustenta precisamente en muchas de esas creencias irracionales, como pensar que “la desgracia humana se debe a causas externas”, que “es terrible que las cosas no vayan como las habíamos planeado” o que “las personas significativas deben amarnos y aceptarnos”. Estas creencias tienen algo en común: proyectamos sobre los demás la responsabilidad de diseñar nuestra propia vida.
Obviamente, esas distorsiones cognitivas se agudizan cuando tenemos dificultades porque tenemos la tendencia a proyectar los errores en los demás. Es más fácil culpar a los otros cuando las cosas van mal, desempeñar el papel de víctimas o incluso sentirnos con derecho a pedir que los demás cambien.
Sin embargo, “la persona emocionalmente madura debe aceptar por completo el hecho de que vivimos en un mundo de probabilidades y de azar, donde no hay, ni probablemente jamás habrá, certezas absolutas, y debe darse cuenta de que no es para nada horrible”, como explicara Ellis. A lo largo de la vida nos encontraremos con muchas personas y situaciones que no nos gustan y que no podremos cambiar. Podemos dejar que arruinen nuestro día o incluso nuestra vida – o podemos decidir cómo responder.
Para contrarrestar la falacia del cambio y evitar la tentación de responsabilizar a los demás por nuestra felicidad y bienestar, podemos preguntarnos: ¿qué pruebas tengo para creer que mi bienestar depende exclusivamente de que ese cambio?
No obstante, la pregunta realmente transformadora es: si la persona o la situación no cambia, ¿qué puedo hacer yo para sentirme mejor? Así nos obligamos a volver los ojos que apuntaban hacia afuera al verdadero protagonista de nuestra vida: nosotros.
Entonces podremos retomar el control y encontrar la felicidad y el bienestar por el que responsabilizábamos a los demás. Cuanto más elijamos aceptar la responsabilidad por nuestra vida, más poder ejerceremos sobre nuestro destino. Además, aceptar la responsabilidad por nuestros problemas es el primer paso para resolverlos.
Fuentes:
Kaufmann, M. et. Al. (2022) Blaming others: Individual differences in self-projection. Personality and Individual Differences; 196: 111721.
Cohn, M. A. et. Al. (2009) Happiness Unpacked: Positive Emotions Increase Life Satisfaction by Building Resilience. Emotion; 9(3): 361–368.
Ellis A. (1962) Reason and emotion in psychotherapy. Nueva York: Lyle Stewart.
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