¿Últimamente sientes que debes andar con pies de plomo? ¿Te preocupa que los demás se sientan ofendidos? No eres el único. En los tiempos que corren, lo difícil es no faltar el respeto. Todos parecen ir con las emociones a flor de piel, exhibiendo una susceptibilidad extrema, siempre dispuestos a asumir el papel de víctimas y comenzar una discusión en la que el otro se convierte – inevitablemente – en un agresor intolerante.
Ante esa hipersensibilidad, cada vez más personas optan por la autocensura. Deciden callarse para no molestar. Ocultan lo que piensan y reprimen sus emociones para no correr el riesgo de herir unos egos demasiado sensibles. Y, sin embargo, a pesar de eso, una encuesta realizada recientemente reveló que el 93,71% de las personas detecta más faltas de respeto hoy que hace unas décadas.
Valores claros y normas de comportamiento más rígidas
La repuesta corta: estamos atravesando un cambio importante a nivel social.
La sociedad de inicios y mitad del siglo pasado era más homogénea. Existían unos valores consensuados bastante explícitos con los que la mayoría comulgaba, de manera que todo el mundo conocía las normas sociales que debía seguir. Sabían lo que estaba permitido y lo que no.
Esa claridad permitía a las personas saber qué era una falta de respeto porque gran parte de la sociedad rechazaba y recriminaba determinados comportamientos y actitudes. El sistema de valores y creencias era más rígido, de manera que dejaba poco espacio para la malinterpretación.
¿Es eso bueno o malo?
Ni lo uno ni lo otro.
Era así.
Cuando volvemos la vista atrás, es importante no caer en la trampa del declinismo pensando que todo tiempo pasado fue mejor. Así como es importante no caer en el error de que hoy todo es mejor. Tener las cosas tan claras te simplifica las decisiones y en muchos casos facilita las relaciones – al menos a nivel social – pero también puede convertirse en una camisa de fuerza que nos limita y reprime.
Valores más subjetivos con normas más heterogéneas
Nuestra sociedad está abrazando la heterogeneidad, abogando por una mayor libertad individual. Y a medida que nos abrimos a las diferentes formas de comprender y estar en el mundo, van desapareciendo esas normas rígidas. Los valores se difuminan y los límites se vuelven más confusos porque todo depende más del criterio – o la falta del mismo – de cada uno.
Somos más libres para expresarnos, de manera que la subjetividad cobra protagonismo y comienza a suplantar los códigos sociales, por lo que cada vez resulta más difícil saber qué puede representar una falta de respeto para el otro. Es más complicado comprender qué actitudes o palabras pueden herir la susceptibilidad de la persona que tenemos al lado.
¿Es eso bueno o malo?
Una vez más, ni lo uno ni lo otro.
Es así.
La idea de que todo el mundo pueda expresarse es maravillosa, pero al mismo tiempo encierra el riesgo de que los egos crezcan desmesuradamente y se rompan los puentes del diálogo. Cuando la inmensa mayoría de las personas está convencida de que el mundo gira a su alrededor y tiene la razón, cualquier cosa que vaya en contra de sus principios puede convertirse en una ofensa.
Cuando el respeto deja de ser una vía de doble sentido
Antes se cometía el error de no reconocer la individualidad, ahora cometemos el error de no reconocer al otro.
El respeto parte precisamente de una mirada atenta al otro, un reconocimiento de su valor como persona a la par del nuestro. No es una simple tolerancia, sino que exige un esfuerzo activo por entender y aceptar a quien tenemos delante. El respeto no es ser políticamente correcto ni autocensurarnos por miedo a ofender, sino ser consciente de la unicidad de la persona que tenemos delante.
Y eso es una vía de doble sentido.
En las relaciones interpersonales no solo merecemos respeto, también lo debemos. Tenemos derecho a opinar, sentir y actuar como individuos únicos, pero también debemos comprender que los demás tienen ese mismo derecho.
Significa que debemos intentar no ofender, pero al mismo tiempo no sentirnos ofendidos por quien piensa diferente, se expresa de manera diferente o vive de manera diferente a nosotros.
Como escribiera Izaak Walton, “algunas ofensas nos las infligen, pero otras las hacemos nuestras”. Si cada vez más difícil no faltar el respeto a alguien, es porque cada vez hay más diversidad y pluralidad en la forma de ver el mundo, pero también mayor sensibilidad.
No tenemos derecho a decir lo primero que nos cruza por la mente en nombre de la libertad de expresión si intuimos que es algo que puede herir profundamente al otro. Pero tampoco tenemos derecho a actuar con orgullo y soberbia, ofendiéndonos por todo y a menudo exigiendo un respeto que no es recíproco, para intentar acallar al que piensa diferente.
Tendremos que aprender a convivir con ello buscando otros caminos para el entendimiento donde prime un respeto recíproco en el marco del nuevo consenso ético al que hemos llegado como sociedad. Y será mejor que nos demos prisa, por nuestro equilibrio mental y por el bien de la sociedad. Si no lo logramos y cada quien se limita a abrazar su verdad, nos encaminaremos al caos.
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