Vivimos en la sociedad del cansancio, como la definiera el filósofo Byung-Chul Han. Pero lo cierto es que del cansancio a la fatiga hay solo un paso. Se estima que entre un 5 – 20% de la población sufre una fatiga considerable durante más de un mes en algún momento de su vida. En cambio, la fatiga crónica afecta a entre un 1-10% de las personas y se presenta de forma continuada o intermitente durante más de 6 meses. Sin embargo, el hecho de que esta condición sea cada vez más normal no significa que sea inocua.
Las consecuencias de la fatiga
La fatiga es una sensación de agotamiento o dificultad para llevar a cabo las actividades físicas o cognitivas cotidianas. Cuando estamos fatigados todo se nos hace cuesta arriba. Si no hacemos un alto para encontrar su causa, nos exponemos a sufrir lo que se conoce como fatiga crónica, una condición de agotamiento persistente en la que incluso los pequeños esfuerzos físicos o mentales nos parecen casi en una misión imposible.
La fatiga crónica es tres veces más común en mujeres que en hombres y, al contrario de lo que cabría pensar, no es más habitual en la tercera edad sino en personas de entre 20-40 años.
Por desgracia, la fatiga no suele llegar sola. A menudo las personas que la sufren también refieren dolores musculares y mialgias frecuentes. En no pocos casos se acompaña de síntomas de tipo neurovegetativo como lipotimias, síncopes, hipotensión ortostática y distermia.
Por supuesto, el aspecto emocional y cognitivo también está presente. La fatiga suele provocar:
- Alteraciones de la memoria reciente
- Trastornos del sueño
- Dificultades para concentrarse
- Alteraciones del estado de ánimo
- Pasividad y anhedonia
- Falta de interés e indiferencia
- Despersonalización
- Frustración e irritabilidad
Por si fuera poco, la fatiga crónica suele acompañarse de inflamación, un proceso que, mantenido a lo largo del tiempo, suele estar en la base de enfermedades graves.
Las fases de la fatiga que conducen a la extenuación física y mental
La fatiga crónica es un proceso en el que pueden distinguirse tres fases, las cuales coinciden con las diferentes etapas que propuso Hans Selye en el síndrome general de adaptación, una respuesta que observó en las personas ante situaciones de estrés sostenido.
1. Fase de alarma
En esta etapa aparecen los signos físicos y emocionales típicos de la fatiga. De cierta forma, son el lenguaje del cuerpo para avisarnos de que nos hemos sometido a algún esfuerzo de manera prolongada, ya sea combatiendo una enfermedad o debido a una situación estresante.
A través de esas señales, nuestro cuerpo nos advierte de que sus fuerzas son un recurso limitado y debemos descansar, ya que si no lo hacemos nuestras funciones empezarán a fallar.
Paradójicamente, en esta etapa podemos seguir uno de estos dos escenarios:
- Sentirnos irascibles, nerviosos, irritables e impacientes o,
- Sentirnos abatidos, tristes, desmotivados y pasivos.
En cualquiera de los casos, esta fase de la fatiga suele ir acompañada de un síntoma característico: la intolerancia. Es habitual que el menor ruido nos moleste, que nos volvamos intolerantes al desorden y la agitación o incluso a estímulos y situaciones que antes tolerábamos bien.
2. Fase de resistencia
Si la fatiga continúa en el tiempo y no descansamos lo suficiente, nuestro cuerpo intentará resistirse a ella. En esta etapa el organismo intentará recuperar el equilibrio que perdió debido al inmenso desgaste de energía que se produce en la primera etapa.
Sin embargo, como el estímulo estresante no ha desaparecido, nuestro cuerpo se mantiene en estado de alerta y, por ende, sigue debilitándose. Sin embargo, echa mano de sus últimos recursos para compensar esa caída en el rendimiento.
Por eso, en esta fase de la fatiga los signos parecen mejorar y podemos sentirnos parcialmente recuperados. No obstante, es una ilusión, de manera que si seguimos adelante sin descansar caeremos en un estado de fatiga crónico muy perjudicial para nuestra salud y bienestar.
3. Fase crítica o de agotamiento
En este punto, nuestro cuerpo termina exhausto. Ya ha consumido todos sus recursos para compensar la disminución del rendimiento, por lo que no le queda nada más a lo que recurrir. Nuestras reservas de energía se agotan, llegando incluso a producirse un debilitamiento del sistema inmunitario que nos hace más propensos a enfermar.
En esta fase de la fatiga podemos experimentar graves problemas de salud y nuestras capacidades cognitivas y emocionales se ven profundamente alteradas. Tendremos dificultades para conciliar el sueño y nuestro estado de ánimo será muy volátil ya que tampoco somos capaces de regularlo adecuadamente. Los problemas físicos se agravan y aparecen tics nerviosos o trastornos psicológicos.
Algunas personas pueden entrar en un profundo estado de apatía. El decaimiento físico y psíquico se acompaña por un desinterés por el entorno y una especie de indefensión aprendida, como si nada ni nadie pudiera sacarnos de ese estado.
¿Cómo evitar la fatiga crónica por estrés?
En la vida, no es posible eliminar todos los factores estresantes, por lo que es fundamental encontrar formas de afrontar mejor esas situaciones. No siempre podemos evitar la fatiga y el estrés, pero tenemos la posibilidad de detenernos en la fase de resistencia, para no terminar completamente abrumados y agotados.
Conocer los signos y las fases de la fatiga podrá ayudarte a parar antes de que sea demasiado tarde. Para evitar sobrepasar el punto de no retorno, es conveniente que:
- Optimices el ritmo de trabajo. Puedes implementar un sistema de trabajo basado en ciclos de alta productividad seguidos por breves períodos de descanso. Con este enfoque le darás tiempo a tu mente para recuperarse adecuadamente, evitando que el agotamiento se acumule.
- Alternes actividades cognitivas y físicas. Intercalar actividades que requieran alta concentración mental con aquellas que impliquen movimientos físicos o tareas manuales te ayudará a reducir la fatiga mental y a mantener un nivel óptimo de energía a lo largo del día.
- Gestiones mejor tu tiempo estableciendo prioridades. Administrar el tiempo es fundamental para no agobiarse, pero va mucho más allá de cumplir con una lista de tareas. La clave consiste en establecer prioridades claras que te permitan enfocarte en lo que realmente importa, en vez de intentar llegar a todo y desgastarte por el camino.
- Hagas espacio en tu vida para la relajación. El ajetreado ritmo de vida moderno favorece la fatiga y el estrés, por lo que es importante que incorpores en tu rutina ejercicios de respiración y mindfulness. Sesiones de apenas 15 minutos te ayudarán a ganar claridad mental y exorcizar el estrés. Pero si la relajación no es lo tuyo, puedes probar con caminatas en la naturaleza o cualquier otra cosa que te ayude a liberar tensiones, como el ejercicio físico.
- Tomes micro descansos activos. En lugar de realizar pausas pasivas, puedes tomar descansos activos que involucren movimientos suaves o estiramientos. Eso promoverá la circulación sanguínea y reducirá la tensión muscular, ayudando a mantener los niveles de energía y concentración a lo largo del día.
- Establezcas límites claros. Define límites claros entre el trabajo y el tiempo de descanso, pero también en tus relaciones interpersonales. Aprender a decir “no” será fundamental para no asumir obligaciones que no te corresponden o tareas que te añaden una presión innecesaria. Y no olvides que aprender a ponerse límites a uno mismo también es un acto de autocuidado.
- Repases tus objetivos y expectativas. A veces nos imponemos metas basadas en expectativas externas o autoimpuestas que pueden ser irreales o estar desalineadas con nuestras prioridades y capacidades actuales. Eso nos conduce a un ciclo de ansiedad y frustración constante. Para evitar este desgaste, debes repasar con frecuencia tus metas y evaluar si siguen siendo relevantes, alcanzables y alineadas con tus valores y propósitos a largo plazo. Pregúntate si los objetivos que te has fijado aún tienen sentido en el contexto actual, y si tus expectativas siguen siendo realistas.
Referencias Bibliográficas:
Solá, J. F. (2002) El síndrome de fatiga crónica. Medicina Integral; 40(2): 56-63.
Selye, H. (1950). Stress and the general adaptation syndrome. British Medical Journal;1(4667):1383-1392.
Deja una respuesta