A lo largo de la vida experimentamos muchas situaciones que generan diferentes estados afectivos. Reímos y lloramos. Nos enfadamos y reconciliamos. Odiamos y amamos. Esas experiencias – y la manera en que las vivamos e interioricemos – son esenciales para nuestra salud mental, equilibrio psicológico y crecimiento personal.
En 2002, el psicólogo y sociólogo Corey Keyes realizó un estudio muy interesante, aunque con resultados inquietantes. Keyes se preguntó qué es el florecimiento humano y cuántas personas realmente logran florecer. Consideró que “florecer” significa vivir en un rango óptimo de funcionamiento humano caracterizado por la gratitud, el crecimiento y la resiliencia en el que mantenemos nuestro equilibrio emocional.
Languidecer, en cambio, es un estado intermedio en el que no existen trastornos mentales propiamente dichos, pero no logramos desarrollar nuestro potencial, de manera que podríamos describir nuestras vidas como «huecas» o «vacías». Es una sensación de estancamiento, insatisfacción vital y callada desesperación o resignación en la que nos desgastamos sin lograr nada relevante.
Su trabajo epidemiológico sugirió que en Estados Unidos solo el 17,2% de los adultos florecen. Un 14,1 % sufre depresión mayor y el resto se limita fundamentalmente a languidecer. No es que tuvieran una mala salud mental, sino que no avanzaban.
El problema es que languidecer en realidad no implica estancarse, sino que duplica las probabilidades de desarrollar depresión. Con el paso del tiempo, también suele generar más angustia emocional, provoca deterioro psicosocial y limita las actividades diarias y la capacidad de trabajo. Por tanto, no es una buena perspectiva de vida.
¿Qué predice si vamos a languidecer o florecer como persona?
En 2011, los psicólogos Barbara L. Fredrickson y Marcial F. Losada, de la Universidad de Michigan, realizaron otro experimento particularmente interesante sobre el florecimiento humano en el que se preguntaron qué factores pueden predecir si vamos a languidecer o florecer como persona.
Existe una teoría según la cual, las emociones positivas son adaptaciones psicológicas evolucionadas que aumentaron las probabilidades de supervivencia y reproducción de nuestros antepasados. A diferencia de las emociones negativas, que limitan nuestros impulsos hacia acciones específicas para salvarnos la vida, como las respuestas de lucha o huida; las emociones positivas amplían nuestra gama de pensamientos y acciones, como explorar y jugar, por lo que facilitan la flexibilidad conductual.
Los experimentos respaldan esta idea. Una investigación realizada en la Universidad de Michigan comprobó que las emociones negativas reducen momentáneamente los repertorios de pensamiento y acción, mientras que las emociones positivas los amplían. Por tanto, los beneficios de las emociones negativas son inmediatos, como salvarnos la vida, mientras que las ventajas de las emociones positivas se aprecian a largo plazo ya que nos ayudan a crear conexiones sociales, desarrollar estrategias de afrontamiento adaptativas y tener un mayor conocimiento del entorno.
Por ejemplo, actitudes positivas como el interés y la curiosidad conducen a la exploración y, por ende, a un conocimiento más preciso que actitudes negativas como el aburrimiento y el cinismo. La positividad impulsa la exploración y crea oportunidades de aprendizaje mientras que la negatividad promueve la evitación, por lo que podemos pasar por alto buenas oportunidades para conocer mejor el mundo que nos rodea.
Dado que las emociones positivas fomentan actitudes más abiertas, con el tiempo vamos desarrollando mapas cognitivos más precisos de lo que es bueno y malo en nuestro entorno. Ese conocimiento se convierte en un recurso personal que siempre tendremos a nuestra disposición. Aunque las emociones positivas sean transitorias, los recursos personales que acumulamos en esos momentos de positividad son duraderos.
A medida que estos recursos se acumulan, actúan como una especia de “reserva” a la que podemos echar mano para gestionar las amenazas y aumentar nuestras posibilidades de supervivencia, así como de sentirnos mejor. Por consiguiente, aunque los afectos positivos sean fugaces, pueden desencadenar procesos dinámicos que estimulen el bienestar, el crecimiento y la resiliencia.
En otras palabras, los efectos de las emociones positivas se acumulan y combinan con el tiempo, por lo que pueden llegar a transformar a las personas, mejorar su salud mental, lograr que se integren mejor, sean más resilientes y puedan responder de manera más eficaz a los retos. Por tanto, son un factor vital para florecer.
La ratio crítica del florecimiento humano
Fredrickson y Losada realizaron diferentes tests a los participantes para evaluar desde su salud mental hasta la autoaceptación, el propósito en la vida, el dominio del entorno, las relaciones positivas con los demás, el crecimiento personal, el nivel de autonomía, así como la integración y aceptación social.
Además, cada noche, durante 28 días consecutivos, los participantes debían indicar a través de una aplicación web qué emociones habían experimentado durante la jornada, tanto aquellas de valencia positiva como negativa.
Así descubrieron que las personas que florecían experimentaban al menos 2,9 emociones positivas por cada emoción negativa.
No obstante, estos psicólogos también advierten que sin las emociones negativas, nuestros patrones de comportamiento simplemente se calcificarían. Por eso hacen referencia a lo que denominan una “negatividad apropiada”, la cual desempeña un papel esencial en la compleja dinámica del florecimiento humano.
Gottman, por ejemplo, descubrió en sus investigaciones que los conflictos pueden ser una fuente de negatividad saludable y productiva para las parejas, mientras que las expresiones de disgusto y desprecio son más corrosivas. Eso significa que no toda la negatividad es igual de “mala”.
La negatividad apropiada es, por tanto, una retroalimentación necesaria, pero solo cuando se produce durante un tiempo limitado y en circunstancias específicas. En cambio, la negatividad inapropiada suele ser un estado absorbente y generalizado que domina nuestra vida afectiva durante mucho tiempo, impidiéndonos crecer.
Obviamente, la positividad que nos permite florecer como persona también debe ser tanto apropiada y genuina. Fredrickson y Losada constataron que el florecimiento se estanca o incluso comienza a desintegrase cuando la ratio alcanza las 11,6 vivencias positivas por cada vivencia negativa. Y es que lo mucho, aunque sea “bueno”, no es positivo.
En este sentido, los estudios sobre el comportamiento no verbal han revelado que las sonrisas falsas o desconectadas de las circunstancias generan la misma actividad cerebral relacionada con las emociones negativas y activa una función cardíaca anormal, lo que sugiere que la positividad fingida puede ser más negativa que positiva.
En general, la teoría del florecimiento humano indica que este depende de dinámicas en las que se mezclan las vivencias positivas y negativas en la proporción justa. Esas dinámicas no son repetitivas sino innovadoras y altamente flexibles, pero al mismo tiempo son estables; es decir, debemos lograr cierto orden en el caos, pero dejando la puerta abierta a lo nuevo.
Fuentes:
Fredrickson, B. L. & Losada, M. F. (2005) Positive Affect and the Complex Dynamics of Human Flourishing. Am Psychol; 60(7): 678–686.
Fredrickson B. L. & Branigan C. A. (2005) Positive emotions broaden the scope of attention and thought–action repertoires. Cognition and Emotion; 19: 313–332.
Keyes, C. (2002) The mental health continuum: from languishing to flourishing in life. J Health Soc Behav;
Rosenberg, E. L. et . Al. (2001) Linkages between facial expressions of anger and transient myocardial ischemia in men with coronary artery disease. Emotion; 1(2): 107-115.
Ekman, P. et. Al. (1990) The Duchenne smile: emotional expression and brain physiology. J Pers Soc Psychol; 43(2): 207-222.
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