Vivimos aferrados al control, aunque nos cueste reconocerlo. El control no es solo esa presión que se ejerce sobre otra persona sino también esos pequeños actos cotidianos a través de los cuales estructuramos rígidamente nuestra vida. El control es no dejar transparentar las emociones. Intentar buscar una explicación a todo. Y, por supuesto, desear que el mundo vaya como deseamos.
Sin embargo, a pesar de que la ilusión de control nos infunde seguridad y, de cierta forma, nos ayuda a mirar al futuro con más tranquilidad y confianza, no podemos olvidar que se trata de un espejismo.
El mundo real encierra un elevado grado de caos e imprevisibilidad. Si no somos capaces de aprender a fluir después de que hayamos hecho todo lo posible, solo nos haremos daño. Cuando nos resistimos e intentamos mantener todo bajo control, no solo desperdiciamos una enorme cantidad de energía emocional, sino que también acrecentamos nuestro sufrimiento.
Aquello a lo que nos resistimos, nos daña
En la vida, a veces basta un giro del destino para hacer añicos nuestros planes. A veces pocos segundos desbaratan años de meticulosa planificación y esfuerzo. Esos cambios drásticos nos confunden y abruman, además de ser bastante frustrantes.
La resistencia al cambio suele ser nuestra primera reacción. Nos resistimos a aquello que nos parece imposible, injusto o que no encaja en nuestra planificación. Esa resistencia nos empuja a gravitar inconscientemente hacia un mayor control.
En medio de la incertidumbre, el control se convierte en una tabla de salvación. Y, efectivamente, puede serlo durante un tiempo. Esa es la razón por la cual, ante un gran golpe, muchas personas reaccionan de manera “incoherente”, enfocándose en tareas aparentemente intrascendentes. Al recibir la noticia de la muerte de un familiar, por ejemplo, una persona puede experimentar la necesidad de limpiar la casa o hacer la compra.
Esas pequeñas tareas cotidianas completamente ajenas a lo ocurrido sirven para devolvernos la sensación de control que la vida nos acaba de arrebatar. Ese control nos brinda la dosis mínima de tranquilidad y seguridad que necesitamos para afrontar la adversidad sin venirnos abajo. Por tanto, la búsqueda de control no es, necesariamente negativa.
Sin embargo, el control se convierte en un problema cuando intentamos extenderlo a todos los acontecimientos, incluso aquellos sobre los cuales no tenemos poder decisional. En esos casos, cuando la vida te lleva contra las cuerdas, debes recordar que una vez que hayas hecho todo lo posible, debes dejarte llevar. Es el consejo más simple y valioso para afrontar la adversidad, aunque al mismo tiempo el más difícil de aplicar porque no estamos acostumbrados a fluir.
Encontrar la línea de la mínima resistencia
Si cuando nos vemos envueltos en circunstancias inciertas – como una enfermedad, la pérdida de una persona querida o una separación de pareja – nos esforzamos por controlar todos los detalles, terminaremos extenuados mentalmente y hechos trizas emocionalmente.
La clave para sobrevivir a la adversidad no consiste en ir descuidadamente a la deriva ni aferrarse con temor a lo conocido intentando controlar todo, sino en aprender a fluir con las circunstancias manteniendo la mente abierta y receptiva. A esa actitud, Alan Watts la llamó “la línea de la mínima resistencia”.
Watts explicaba que no podemos huir del dolor y que el intento de resistirnos o la tendencia a controlar los acontecimientos son una especie de mecanismo de defensa desadaptativo que no hace sino agravar el sufrimiento. En su lugar, debemos aprender a “permanecer estables y absorber”.
“Huir del temor es temer. Luchar contra el dolor es doloroso […] Querer librarse del dolor es el dolor […] Si la mente sufre, hay que aceptarlo”. Cuando dejamos de intentar controlarlo todo, la mente cede y absorbe la situación, siendo consciente del dolor que provoca y la incertidumbre que acarrea.
Muchas veces “cuando cesa la resistencia, el dolor desaparece o disminuye hasta quedar reducido a una molestia tolerable”, como explicaba Watts. La resistencia que se expresa a través del control es como intentar nadar contra una corriente impetuosa mientras que lo más inteligente para preservar nuestras fuerzas y mantener el equilibrio psicológico sería nadar a favor de la corriente aprovechando su impulso o esperar pacientemente en la orilla a que las condiciones sean más propicias.
Cuando encontramos la línea de la mínima resistencia logramos afrontar mejor las situaciones estresantes o adversas, en particular aquellas que no dependen de nosotros. De hecho, nos permite ahorrar energía y recursos emocionales que pueden ser extremadamente valiosos de cara al futuro.
Por esa razón, una vez que hayas hecho todo lo posible, no te queda sino fluir con la vida. Pensar que será lo que debe ser y que, pase lo que pase, lo afrontarás de la mejor manera posible. Dejar de aferrarte al control te restará tensión, lo cual aliviará tu sufrimiento y disminuirá tus preocupaciones, ayudándote a aquietar la mente.
Curiosamente, ese estado de flujo – que no significa pasividad ni resignación – te ayudará a calmarte, aceptar lo que ocurra y tomar mejores decisiones cuando llegue el momento. ¿Es difícil? Sin duda. Pero es la mejor manera para afrontar las situaciones que te agobian pero no puedes controlar.
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