Hablamos cada vez más. Hacemos cada vez menos.
Esa tendencia a la verborrea se extiende por toda la sociedad y se aprecia en todos los niveles.
Así terminamos enredados en discusiones infinitas. Criticamos cada cosa. Nos obsesionamos con los detalles. Juzgamos. Seguimos hablando… Nos enfadamos. Nos preocupamos. Y volvemos a repetir el ciclo. Hasta la saciedad.
Cuando esas diatribas no conducen a ninguna parte, terminan siendo banales. Cuando las palabras suplantan a los hechos y desvirtúan la realidad nos conducen por caminos cada vez más tortuosos y nos enfrentan al peligro de transformarnos en moralistas de pacotilla.
Sin embargo, si hiciésemos tan solo la mitad de lo que decimos, probablemente nuestra vida – y la de todos – fluiría y sería mejor. Quizá necesitamos más hechos y menos palabras. Más compromiso y menos promesas. Más acción humilde y menos críticas rimbombantes. Quizá tenemos que poner en práctica el antiguo proverbio latín: “facta, non verba”.
Lo que puedes decir con una palabra, no lo digas con dos
El 19 de noviembre de 1863, cuatro meses y medio después de la Batalla de Gettysburg durante la Guerra Civil Estadounidense, se reunieron Abraham Lincoln y Edward Everett, un reconocido diplomático y académico considerado el mejor orador de su época.
El discurso de Everett tenía 13.609 palabras y duró dos horas. En cambio, el discurso de Lincoln estaba compuesto por menos de 300 palabras. Le bastaron apenas 2 o 3 minutos para pronunciar lo que se consideraría uno de los discursos más grandes en la historia de la humanidad.
Los estoicos sabían que no debemos usar dos palabras cuando una es suficiente. Sabían que entender realmente algo significa hacerlo simple, no volverlo más complejo. La sabiduría es claridad, de manera que no es necesario adornarla con palabras inútiles que a menudo solo sirven para introducir más ruido o darse importancia pecando de arrogancia intelectual. No se necesitan muchas palabras para decir la verdad o transmitir una buena idea – y si se necesitan muchas, es probable que cojeemos en comprensión o estemos mintiendo.
De hecho, Epicteto enaltecía el buen uso del silencio. “Guarda silencio la mayor parte del tiempo y, si hablas, di solo lo necesario en pocas palabras. Habla, pero pocas veces, si la ocasión lo requiere, pero no hables de cosas ordinarias, de gladiadores y carreras de caballos o de atletas y de comida, son temas que surgen en todas partes”.
Este filósofo nos animaba a huir de las conversaciones triviales e intentar ser significativos para dejar una huella. Nos animaba a aportar valor y permanecer en silencio cuando no tenemos nada relevante que añadir. Nos animaba, en definitiva, a alejarnos del mundanal ruido que generan las palabras vacías y que hoy adquiere proporciones ensordecedoras para terminar impidiéndonos abordar los temas verdaderamente importantes.
Más hechos, menos palabras
Las acciones hablan más fuerte que las palabras. Por esa razón, los filósofos estoicos iban un paso más allá del silencio. Marco Aurelio, por ejemplo, se recordaba a sí mismo: “no pierdas más tiempo discutiendo sobre cómo debe ser un buen hombre. Sé uno”. Epicteto sintetizó esa idea todavía más: “no hables de tu filosofía, encárnala”.
En los tiempos que corren, tiempos de redes sociales y frases endulzadas con un optimismo ingenuo, Séneca nos recuerda que “deberíamos buscar las piezas de enseñanza útiles y los refranes enérgicos y nobles que tengan una aplicación práctica inmediata, no expresiones arcaicas y descabelladas o metáforas extravagantes y figuras retóricas, y aprenderlos tan bien que las palabras se conviertan en obras”.
En los tiempos del postureo, los zascas mediáticos, las promesas vacías y los discursos moralistas debemos comprender que las palabras no son de gran ayuda si no las ponemos en práctica. Si nos quedamos discutiendo en bucle, atrapados en la espiral de las preocupaciones o en un fuego cruzado de recriminaciones, las buenas intenciones se esfumarán. Y quizá, cuando finalmente decidamos actuar, sea demasiado tarde.
Por ese motivo, la acción más pequeña a menudo es preferible a la mejor de las intenciones. La ayuda más ínfima es mejor que una gran promesa. Como sentenciara Zenón de Elea, es “mejor tropezar con los pies que con la lengua” porque eso significa que al menos estamos intentándolo o luchando por aquello que deseamos y en lo que creemos.
Quizá, necesitamos hechos, no palabras. Porque, a fin de cuentas, somos lo que hacemos, no lo que decimos.
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