El experimento de la Cueva de los Ladrones es una de las investigaciones clásicas de la Psicología Social desarrollada en el año 1954 con adolescentes de 11 años. Fue conducida por Muzafer y Carolyn Sherif, profesores de la Universidad de Oklahoma, en el intento de comprender el origen de los prejuicios en los grupos.
Este curioso experimento tuvo como escenario un espacio destinado a los Boy Scouts conocido como Robber’s Cave State Park, en el estado de Oklahoma.
En el estudio, Sherif fue presentado como el cuidador del campo, como la persona que se encargaría de cuidar a los 22 adolescentes varones que tomarían parte en el experimento. Los adolescentes fueron trasladados al campo de forma separada, en dos grupos, cada uno compuesto por 11 chicos. Cada grupo desconocía la existencia del otro y como fueron asignados a dos áreas lejanas entre sí; durante los primeros días no se encontraron. Posteriormente cada grupo escogió un nombre que los identificaría: “The Eagles” y “The Rattlers”.
Pero… ¿qué querían demostrar los experimentadores al desarrollar tan singular experimento? Estos psicólogos pensaban que:
1. Si las personas no han establecido aún relaciones entre ellas; mostrarán una tendencia a trabajar en conjunto con metas comunes y se desarrollará una estructura grupal.
2. Si dos grupos se han formado bajo condiciones de competitividad y frustración grupal, desarrollarán actitudes hostiles en relación con los miembros de otros grupos.
Vale aclarar que los 22 adolescentes provenían de la clase media protestante, habían presentado un desarrollo psicológico normal hasta el momento y eran chicos ajustados a las normas sociales. Los participantes no se conocían con anterioridad entre ellos, de esta forma se evitaba la existencia de pequeños subgrupos anteriores a la experiencia.
Crear un enemigo común
Ante todo, los experimentadores tenían que generar el sentimiento de pertenencia al grupo en cada uno de los adolescentes. Para lograrlo, promovieron una serie de metas comunes a través de una discusión cooperativa, la planificación de la actividad y su consecuente ejecución. Al cabo de los primeros cinco o seis días, dentro de cada grupo ya se habían desarrollado jerarquías sociales internas y los chicos se reconocían como parte integrante.
Cuando ambos grupos finalmente se descubrieron el uno al otro, los chicos mostraron una tendencia a reforzar su sentido de pertenencia a su grupo y a establecer barreras hacia los otros. De hecho, a menudo le pedían a los investigadores que organizaran una especie de competencia con el grupo contrario. Así se pudo apreciar que, a medida que crecía la animadversión por el grupo contrario, la efectividad grupal aumentaba. En otras palabras: los chicos se motivaban a unirse para combatir contra un aparente “enemigo exterior”.
Entonces los investigadores organizaron situaciones que provocaran una fricción entre los grupos a lo largo de las competencias. Se les dijo que le darían un trofeo al grupo ganador y que cada competencia que ganasen les acercaría aún más a la victoria. Al mismo tiempo, otorgaban trofeos individuales (objetos que eran claramente deseables para los chicos de su edad) a los participantes más destacados. Fue a partir de ese momento que comenzaron verdaderamente las muestras de antipatía: los chicos de un grupo no deseaban comer con los otros, se mostraban irrespetuosos para con la bandera del equipo contrario e incluso hacían alusión al otro equipo de manera despectiva.
En este punto los investigadores pasaron a la próxima fase del experimento, en la cual pretendían romper esos sentimientos de animadversión y competitividad para integrar ambos grupos. Sin embargo, las actividades programadas en conjunto (como ver filmes o tirar fuegos artificiales en conmemoración del 4 de julio) no surtieron efecto y no era inusual que terminasen con alguna pelea entre los miembros de los equipos.
Luchar juntos por una causa
Atascados ante este problema, los investigadores se dieron a la tarea de diseñar actividades cuyas metas iban más allá de cada grupo particular; un ejemplo era el “Problema del Agua”. Este problema ponía a los chicos ante a una situación ficticia que debían resolver: un buen día se terminaron las reservas de agua y los investigadores culparon a unos “vándalos de la región”. Ambos grupos emprendieron la búsqueda de agua hasta que hallaron un tanque al cual era necesario introducirle un grifo. Evidentemente, era necesario un trabajo conjunto para cumplir el objetivo y así lo hicieron los chicos. Fue tal su regocijo cuando vieron salir el agua que los miembros de un equipo no objetaron nada cuando los chicos del otro grupo bebieron el agua primero ya que eran ellos quienes tenían las cantimploras.
Otro de los problemas al que tuvieron que enfrentarse ocurrió cuando estaban a punto de ver un filme. Casi todos concordaron en que deseaban ver la misma película pero entonces el investigador les dijo que la proyección costaba 15 dólares. Se trataba de una cantidad de dinero que ningún grupo por separado podría reunir así que los chicos reunieron entre todos la cantidad necesaria para que el filme se pudiese proyectar.
Después de varias tareas de este tipo, los integrantes de ambos grupos se unieron en actividades comunes y dejaron atrás su sentido competitivo. Tanto fue así que al retorno, pidieron regresar juntos en el mismo autobús e incluso, cuando se detuvieron para descansar, los miembros de los “Rattlers” pagaron con el dinero obtenido de los premios las gaseosas para todos los chicos.
¿Qué conclusiones podemos extraer?
Sin duda, aquellos que tengan una perspectiva pesimista de la vida se focalizarán en cuán fácil es generar la animadversión en las personas pero quienes tienen una visión más optimista podrán notar que cuando tenemos una meta en común, es fácil romper las barreras que nos separan.
Sin embargo, lo más interesante de este experimento es el efecto del “enemigo común”, un fenómeno que tiene una larga historia y que ha servido para manipular a las masas a través del tiempo. Todos sabemos que, independientemente de todos los efectos positivos que pueda encerrar el hecho de pertenecer a un grupo; cuando estos construyen su identidad también delimitan barreras para los otros, en algunas ocasiones estas barreras son más flexibles, otras veces son muy rígidas y discriminan a los demás.
Se trata de una herramienta que han usado los grandes manipuladores de masas como Hitler: crear un enemigo común para fomentar un sentido de pertenencia de las personas para con el grupo. Así, la masa resulta más “manejable” y se pliega a las decisiones del líder.
Desde mi perspectiva, creo que es tiempo de que comencemos a mirar verdaderamente las cosas desde sus múltiples perspectivas. Les dejo entonces con unas estrofas de la más novísima canción de Silvio Rodríguez: “Debe dar tristeza y frío ser un hombre artificial: cabeza sin albedrío y corazón condicional”.
Fuente:
Sherif, M.; Harvey, O. J.; White, B. J.; Hood, W. E. & Sherif, C. S. (1961) Intergroup conflict and cooperation: The Robbers Cave experiment. Norman: University of Oklahoma Book Exchange.
Anónimo dice
Interesantisimo el experimento.
Y muy inteligente la frase que termina el post.