Existen personas para las cuales es un pecado capital sentirse bien consigo mismas; incluso algunas exhiben una suerte de algofilia encubierta (búsqueda morbosa de la experimentación del dolor).
Probablemente ante este enunciado, un poco exagerado, cada uno de nosotros afirmaremos rotundamente que no somos así, no es nuestro caso. Sin embargo, comencemos este análisis dando respuesta a una pregunta sencilla: ¿Por qué es tan difícil aceptar la felicidad?
Una parte de la respuesta puede hallarse en el libro: Ensayo sobre sociología de la religión, de Max Weber. Al realizar un estudio comparativo entre las seis principales religiones del mundo se observa que el sufrimiento es una vía para: 1. Purgar los pecados cometidos por nosotros mismos en una vida anterior, de los cuales actualmente no tenemos ni la más remota idea. 2. Purgar los pecados consumados por las generaciones anteriores; quiere decir que debo pagar una cuota de dolor por los errores de mis tatarabuelos. 3. Purgar la banalidad contenida en casi todas las creaciones de la humanidad; es decir, debemos pagar por el desarrollo tecnológico alcanzado y por el cambio de valores que experimenta y experimentará la sociedad.
Así, para remediar estas “culpas” (que generalmente no son nuestras) se brinda la vía del sufrimiento; la felicidad será para disfrutarla en un futuro que nunca llega. El sufrimiento adquiere un sentido cultural del cual nos apropiamos inconscientemente.
La otra parte de la respuesta se encuentra en el camino inverso de la comunidad científica para anestesiar el sufrimiento. El otro día exhibieron en la televisión un documental donde mostraban los intentos de eliminar de la memoria de las personas sus recuerdos dolorosos. Inmediatamente me representé una sociedad llena de “clones radiantes”, pues imagino que nadie deseará ser infeliz si puede comprar el borrado de aquellas memorias que lo deprimen.
El desarrollo de la ciencia comenzó a brindarnos una esperanza: la posibilidad de mitigar el dolor físico. Comienza a crecer la idea de que no vinimos al mundo para atravesar un valle de lágrimas sino para descubrir un paraíso helénico. Hasta mediados del siglo XIX los médicos usaban analgésicos de escasísimo poder, así para realizar una operación debían atar a los pacientes a la mesa. Hoy basta tomar una aspirina para eliminar el “dolor” de cabeza.
En la actualidad nos centramos en corregir o eliminar el dolor a cualquier coste, incluso a base de drogas sintéticas y mortales como el LSD o el PCP. Se desarrolla entonces la algofobia, el miedo al dolor. Entonces, en esta parte de la sociedad donde se sobredimensiona el ideal de felicidad; el sufrimiento se vuelve más dramático, adquiere dimensiones épicas.
Entonces, asumimos inconscientemente, ya sea andando un camino o el otro, que el sufrimiento y la consecuente depresión son gloriosos, le brindamos un “suprasentido”. Nos adherimos al sentido social que se le brinda al sufrimiento y la depresión.
Considero que ambas actitudes cercenan nuestra posibilidades para crecer como personas. Resultan igualmente negativas las creencias: “yo soy una persona buena porque me preocupo y sufro por los padecimientos míos y los de todo el mundo” (aunque probablemente lo único que puede hacer es deprimirse, pues su grado de control sobre estas situaciones es muy bajo) o su contrario: “yo soy una persona muy inteligente pues no sufro ante nada” (probablemente sea una persona atímica, que reprime sus sentimientos).
Cuando un hecho negativo nos involucra directamente, resulta casi inevitable sufrir sus consecuencias y deprimirnos en cierta medida. Esto tiene sentido. Lo que no tiene sentido es asumir el sufrimiento desde una actitud kármica que nos derrota y nos inmoviliza. El sufrir no tiene sentido cuando no aprendemos del mismo, cuando nos convierte en personas totalmente deprimidas y desesperanzadas. Tiene sentido cuando aprendemos una lección del mismo, cuando nos ayuda a darle más valor a la felicidad, cuando nos convierte en personas más resistentes a las adversidades.
Enfrentemos cada representación social desde una estrofa de un poema de Benedetti: “uno no siempre hace lo que quiere pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”.
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