Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos deseado tener algo con mucha intensidad. Si haces memoria, recordarás que tu mente estaba obsesionada con aquello, con alcanzar lo que te parecía un auténtico «elixir de la felicidad». No pensabas en nada más.
En ese momento, lo que queríamos poseer, realmente nos estaba poseyendo, en sentido literal, porque nuestra mente había entrado en una especie de túnel en el cual solo había espacio para un objetivo y nuestro abanico de intereses se había reducido a obtener esa cosa.
Por eso, los grandes filósofos llevan siglos alertándonos de una verdad tan sencilla como olvidada: lo que intentes poseer, te poseerá a ti. Y no se referían únicamente a las posesiones materiales sino también a las relaciones con otras personas o a alcanzar cierto estatus social.
Aparigrajá: La práctica de la no posesión y el desapego
La filosofía oriental siempre ha apostado por el minimalismo. El jainismo y el yoga animan a las personas a limitar sus posesiones a lo fundamental. El taoísmo y el budismo incitan a practicar el desapego. Esta forma de ver la vida se puede resumir en una palabra que proviene del sánscrito: aparigrajá.
Según estos sistemas filosóficos, no debemos aferrarnos a las cosas porque ello solo provoca sufrimiento, ansiedad y miedo a la pérdida. Al contrario, ser conscientes de que todo va y viene es extremadamente liberador.
Eso no significa renegar de plantearnos objetivos o no aspirar a ciertas cosas. De hecho, la «visión de túnel» puede ser útil cuando tenemos que terminar un proyecto importante porque nos ayuda a mantenernos concentrados en nuestro objetivo. Sin embargo, podemos perseguir nuestros sueños desde una postura desapegada. Así podremos disfrutar mucho más del camino, mientras trabajamos para lograr nuestras metas.
Para entender mejor este concepto, podemos pensar en nuestra reacción cuando acercamos la mano al fuego. Si la acercamos demasiado y nos quemamos, reaccionaremos de manera instintiva retirándola inmediatamente porque el dolor activa una respuesta física.
Sin embargo, con el dolor emocional no ocurre lo mismo. Aunque alguien nos esté haciendo daño o perseguir una meta nos esté causando una profunda desazón, continuamos con la mano sobre el fuego y en algunos casos ni siquiera contemplamos la posibilidad de retirarla. Así terminamos alimentando nuestro propio sufrimiento, insatisfacción e infelicidad.
Las filosofías orientales nos brindan un secreto muy sencillo para evitar esa dosis de sufrimiento adicional: cuando perseguir algo, sea lo que sea, se convierta en una obsesión y fuente de insatisfacción, retirar la mano del fuego. Esa es la clave para no caer en el apego enfermizo y evitar que las cosas terminen poseyéndonos.
Los riesgos de la identificación excesiva
El peligro de posesión no termina una vez que obtenemos lo que deseamos. Al contrario, en algunos casos poseer ese objeto, empezar esa relación tan deseada o alcanzar cierto estatus social es el primer paso hacia la desintegración del “yo”.
¿Cuántas veces una relación de pareja termina generando una dependencia emocional tan fuerte que la personalidad de uno de los miembros prácticamente es engullida por el otro? ¿Cuántas veces la persona termina desapareciendo detrás del rol social o la profesión que le confiere el nuevo estatus adquirido, olvidándose de quién es?
Con los productos no nos va mejor. De hecho, uno de los enemigos más terribles que ha generado el consumismo y la publicidad consiste en hacer que nos identifiquemos con las cosas que compramos, hasta el punto de que nuestra identidad y valía se reducen a lo que podemos comprar y mostrar a los demás.
Los productos más deseados, por los que las personas están dispuestas a hacer colas kilométricas y pagar precios exorbitantes, son aquellos que prometen un estatus diferente, pasar a un nivel de felicidad superior. Esos productos no son simples actualizaciones de viejas tecnologías sino que prometen una “actualización de nuestra identidad” porque la anterior se ha quedado obsoleta y ya no nos gusta. Y eso significa que hemos pasado a vernos y, lo que es aún peor, valorarnos, a través de lo que podemos poseer.
En este punto, la solución es evidente: no somos nuestras cosas, pero tampoco somos las relaciones que mantenemos ni el estatus social que hemos alcanzado. Todo eso forma parte de nuestra vida, pero nuestro “yo” es mucho más rico. Recordemos siempre la frase del poeta italiano Arturo Graf: “Cuanto más posee el hombre, menos se posee a sí mismo”.
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