“Matar el tiempo” se ha convertido en uno de los imperativos de nuestra sociedad. Aburridos, aterrados por los minutos que corren, nos sentimos obligados a echar mano a cualquier entretenimiento o actividad que nos ayude a enajenarnos del incesante paso de las manecillas del reloj, como si así pudiéramos conjurar nuestra propia mortalidad, como si pudiéramos olvidar que el tiempo es la materia de la cual está hecha la vida.
“Aquello a lo que dedicamos nuestro tiempo es en definitiva a lo que asignamos nuestra vida. Y esta tiene una duración limitada, aunque no nos agrada que nos lo recuerden. Somos seres finitos, con un comienzo y un final, inmersos en un tiempo que pasa inexorable. Matar el tiempo es en realidad dilapidar o consumir parte de nuestra vida.
«Quien gestiona bien su tiempo, gestiona bien su vida. Y quien no encuentra tiempo para reflexionar, planificar o programar, difícilmente podrá sacar adelante ningún proyecto de cierta envergadura. Tal vez no encuentre tiempo ni para sí mismo”, escribió el psicólogo Guillermo Ballenato.
¿Qué diferencia a las personas que matan el tiempo de aquellas que lo aprovechan?
“Matar el tiempo” significa llenar las horas vacías como buenamente podamos, indiscriminadamente, con un ocio inútil o una actividad desenfrenada – lo mismo da – porque ambos encierran la semilla de la inconsciencia.
Matar el tiempo es, en el fondo, la actitud indolente de quien no es consciente de su finitud, o de quien le teme tanto que necesita esconderse tras lo intrascendente para acallar sus propios demonios interiores, para no encararse con la necesidad de poner rumbo a su vida y descubrir qué es lo que disfruta realmente, qué es lo que quiere hacer y, sobre todo, qué es lo que no quiere hacer.
Quien mata el tiempo está imbuido en una especie de hiperkinesia cotidiana que le arrebata toda posibilidad contemplativa y la capacidad para demorarse y disfrutar, como escribiera el filósofo Byung-Chul Han. “Así los acontecimientos se desprenden con rapidez los unos de los otros, sin dejar una marca profunda, sin llegar a convertirse en una experiencia”. Se vive sin vivir.
Por otra parte, aprovechar el tiempo no significa, ni mucho menos, trabajar continuamente o estar permanentemente ocupados sino dedicarse de manera plena y consciente a aquellas cosas que realmente son útiles, nos permiten disfrutar o nos aportan algo para crecer como personas – y eso también implica descansar, relajarse o dedicarse al dolce far niente.
La diferencia entre perder y aprovechar el tiempo radica en el objetivo y la actitud con la cual emprendemos ciertas actividades. Si leemos un libro porque realmente disfrutamos de la lectura, nos aporta conocimiento o nos permite crecer, estaremos “aprovechando el tiempo”. Si solo lo leemos porque estamos aburridos, porque no se nos ocurre nada mejor que hacer, porque es lo que tenemos a mano y cuando lo cerramos, automáticamente olvidamos todo, entonces estaremos “matando el tiempo”.
No mates el tiempo, ¡aprovéchalo!
Dicen que las últimas palabras de la Reina Isabel I de Inglaterra en su lecho de muerte fueron: “Todo cuanto poseo por un momento de tiempo”. La clave para aprender a valorar nuestro tiempo en su justa medida – sin obsesionarnos con su paso pero tampoco dilapidándolo inconscientemente – consiste en aceptar nuestra mortalidad, comprender que cada día es un regalo precioso compuesto por 1 440 minutos que transcurren uno detrás del otro, de manera silenciosa e inexorable, hasta que, llegados a cierto punto de la vida, el tiempo deja de correr para empezar a volar, precipitadamente, sin asideros a los cuales aferrarse.
Debemos evitar el error de pensar que “quien vive el doble de rápido puede disfrutar en la vida del doble de opciones”. Debemos desterrar la idea de que “la aceleración de la vida hace que esta se multiplique y se acerque al objetivo de una vida plena”, porque una vida plena no se mide en términos de cantidad sino de sentido. No se vive más por hacer más. Se vive más cuando se disfruta más. Cuando las cosas que hacemos tienen un sentido para nosotros. Es por eso que, “quien intenta vivir con más rapidez, también acaba muriendo más rápido”, matando el tiempo con un ocio que no aporta nada más que la inconsciencia de desconectarse de la realidad, según Han.
En su lugar, necesitamos comprender que solo cuando somos plenamente conscientes de nuestra finitud logramos extraer el máximo de cada minuto. Entonces, y solo entonces, dejamos de matar el tiempo para empezar a aprovecharlo en esas cosas que realmente nos aportan y nos permiten vivir experiencias más plenas, alargando el instante presente todo cuanto podamos.
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