
Crecer es duro. Es probable que hayas escuchado esta frase en más de una ocasión o que incluso haya salido de tus labios. Cuando emprendiste tu propio viaje hacia la adultez, sentiste que era difícil adaptarse al mundo de los adultos pero ahora que ya formas parte de ese universo, si miras atrás es probable que experimentes cierta indiferencia.
Cuando un niño o un adolescente se queja de que la escuela es difícil, primero recordarás la confusión que experimentabas a su edad pero luego te embargará una sensación de indiferencia. Lo mismo ocurre cuando ves a un niño que desea con todas sus fuerzas un juguete nuevo y finalmente lo consigue: ya no logras identificarte con esa emoción infantil, a pesar de que la experimentaste en algún momento.
Esa indiferencia se traslada a muchos ámbitos de la vida, cerrándonos los ojos ante el increíble milagro que representa el mundo que nos rodea. La expectativa de la madurez psicológica implica que abandonemos nuestra manera de mirar las cosas como niños. Asumimos la adultez como un destino, y cuando llegamos se espera que nos liberemos del optimismo, sensibilidad y curiosidad infantil. Como resultado, nos vestimos con una capa de indiferencia, que no solo nos aísla del mundo sino también de nosotros mismos.
De niño curioso a adulto indiferente
Los niños piensan y actúan en el momento. Casi siempre están plenamente presentes. No les interesa mucho lo que opinan los demás porque gran parte de su mente está ocupada con la diversión y la imaginación. Las cosas más pequeñas, como una flor, pueden ser extremadamente interesantes ya que despiertan su curiosidad.
Sin embargo, a medida que crecemos, la idea de autocontrol se va a adueñando de nuestra mente. Nos enseñan a enfocarnos más en nosotros mismos y a juzgar nuestras acciones o decisiones según los resultados obtenidos, no según el placer y la satisfacción que nos reportan. La sociedad nos dice que debemos ser conscientes de cómo los demás nos percipen, nos dice que si queremos ser aceptados, debemos comportarnos como adultos.
Entonces, esa flor maravillosa se transforma en solo una flor. La magia ha desaparecido y nuestra curiosidad se apaga. En su lugar se instaura la indiferencia y la apatía.
Al convertirnos en adultos, nos limitamos más que nunca. La mente de un niño no conoce muchas cosas, pero se mantiene abierta a todo. La mente del adulto conoce algunas cosas, pero se ha cerrado a casi todo. Las responsabilidades pasan a primer plano y nuestros sueños e intereses dejan de ser una prioridad.
Lo peor de todo es que ni siquiera nos cuestionamos cómo construimos nuestras prioridades a partir de lo que la sociedad cataloga como “normal”. Nos volvemos indiferentes a la persona que fuimos y no prestamos atención a las infinitas posibilidades que se alejan de la norma. Así nos desconectamos de nuestra esencia, por lo que no es extraño que terminemos sintiéndonos agobiados, estresados, distantes…
Sin embargo, ni siquiera en ese momento nos detenemos, porque la sociedad dicta que no debemos parar, porque es una pérdida de tiempo, una distracción innecesaria. Y nos convencemos de que esa es la manera de pensar y actuar adulta, que es la manera “correcta” de hacer las cosas.
Como resultado, terminamos viviendo en piloto automático. Dejamos de crecer, de experimentar, de descubrir, de sentir auténtica curiosidad, de desear algo con mucha fuerza… Nos sumamos a la masa y vivimos de manera uniforme, según lo que se espera de nosotros.
Crecer es necesario, ser indiferente es opcional
La indiferencia es la lápida del desarrollo personal, pero crecer no implica necesariamente volverse indiferente. El secreto radica en reemplazar los juicios con la curiosidad, así podremos reconectar con nuestro niño interior.
Es importante que nos comencemos a preguntar por qué consideramos “extraño” o “embarazoso” algo que realmente nos gustaría hacer. Descubriremos que nos contenemos porque le tememos al juicio de los demás. En algún momento alguien nos dijo, o nos dejó entrever, que esas cosas eran extrañas o embarazosas. Y asumimos su visión del mundo, sin darnos cuenta de que no tiene por qué ser la nuestra.
¿Qué beneficios te reportaría cambiar esa percepción? ¿Te sentirías más libre o más auténtico?
Cuando permites que tu mente se abra a todas las posibilidades y reconectas con tus sueños, descubres que muchas de las razones adultas en realidad no son tan razonables. Entonces la indiferencia va dejando paso a la curiosidad y la sensibilidad. Es un camino de vuelta que merece la pena emprender.
Deja una respuesta