Si le preguntan a cualquier padre o madre qué desea para su hijo, es probable que responda: “¡que sea feliz!”. Todos queremos que nuestros hijos sean felices. Es un deseo natural. Sin embargo, existe una gran diferencia entre querer que sean felices y creer que esa es nuestra principal responsabilidad como padres y madres. Y las consecuencias de esa confusión pueden ser particularmente dañinas para todos, incluidos los propios niños.
Una expectativa irreal que genera una frustración muy real
Como padres, debemos satisfacer las necesidades físicas y psicológicas de nuestros hijos. Y eso no solo significa alimentarlos y vestirlos sino también esforzarnos por crear un entorno seguro en el que puedan explorar y aprender, amarlos con ternura, colmarlos de afecto, ofrecerles una educación en 360 grados, potenciar sus intereses y divertirse con ellos.
Pero no podemos asumir la responsabilidad de hacerlos felices todo el tiempo porque se trata de una expectativa irracional. Por supuesto, es probable que jugar con tus hijos o leerles un cuento antes de dormir los haga felices. Y es fundamental cultivar esos momentos, pero no puedes lograr que los niños sean felices todos los días y en todo momento, simplemente porque es imposible.
Y los estándares imposibles terminan generando frustración. Sumirte en un bucle de esfuerzos baldíos y sacrificios contraproducentes hará que dudes de tu capacidad como madre o padre.
Cuando te apresuras a jugar con tus hijos para que no se aburran, satisfaces todos sus caprichos para que no se sientan mal o solucionas sus problemas para que no se enfaden, asumes una carga insostenible a largo plazo y, al mismo tiempo, alimentas una postura egocéntrica que no tiene nada que ver con la felicidad.
De hecho, ¿qué mensaje terminarás transmitiéndole a los niños? Que son el centro del universo y que todos los demás deberían esforzarse por hacerlos felices. Y, por ende, que su felicidad no depende de ellos, sino de los otros.
Ni siquiera es saludable imponer a los niños la obligación de ser felices, convirtiéndolos en una especie de pequeños adeptos del pensamiento positivo. Lo cierto es que ningún niño puede ser feliz todo el tiempo. Y ni siquiera es recomendable que lo sea.
Las emociones “negativas” son tan importantes como las “positivas”
El desarrollo emocional no se puede enseñar, hay que experimentarlo. Eso significa que, por mucho que nos duela, los niños tienen que enfrentarse a todo el abanico emocional. De vez en cuando tienen que sentirse enojados, tristes, incómodos, aburridos, preocupados, frustrados…
Cuanto más te concentres en intentar que tu hijo sea feliz, menos desarrollará su tolerancia a la frustración y los contratiempos. Cuando le transmites la idea de que es necesario huir de los sentimientos “negativos”, le estás diciendo que esas emociones son malas o inadecuadas. Pero cuanto más intentes potenciar artificialmente las emociones “positivas”, más caerá en la evitación experiencial y más cerca estará de la ansiedad.
En cambio, cuando los niños experimentan esos estados emocionales “negativos” y ven que pueden superarlos, van adquiriendo confianza en su capacidad para afrontar el próximo bache. Si intentas ahorrarles a tus hijos todas las situaciones desagradables, criándolos dentro de una “burbuja medianamente feliz”, les arrebataras la oportunidad de desarrollar sus habilidades de gestión emocional y ganar confianza en sí mismos. Les arrebatarás la posibilidad de convertirse en personas resilientes.
El aburrimiento, por ejemplo, al inicio puede generar frustración, pero luego se convierte en terreno fértil para la curiosidad. Anima a los niños a explorar, ser más creativos, inventar y descubrir cosas a las que no habrían prestado atención si te hubieras abalanzado inmediatamente a llenar su “tiempo muerto” para evitarles esa pequeña incomodidad inicial.
Por otra parte, ese tipo de experiencias emocionales “negativas” ponen de relieve la felicidad. Actúan como un contrapeso necesario para valorar más los momentos felices. Conocer la otra cara de la moneda amplía la perspectiva infantil y enriquece la experiencia de la felicidad cuando se produce.
Más allá de la visión edulcorada de la infancia: La principal misión de los padres en el mundo real
Muchos adultos tenemos una visión idealizada de la infancia: la vemos como una etapa feliz. Y si bien es cierto que es una fase con menos obligaciones y preocupaciones que la adultez, también es el momento en el que nos sumergimos por primera vez en el mundo.
Un estudio desarrollado en la Universidad de California, por ejemplo, comprobó que los padres suelen minimizar las preocupaciones de sus hijos pequeños y creen que son más felices de lo que estos reportan. Eso significa que debemos esforzarnos por poner los pies en la tierra.
Si te centras en lograr que tu hijo sea feliz, es probable que te olvides de tu principal función: prepararlo para la vida. Y eso significa enseñarle a navegar por el turbulento mar de las emociones. Todas las emociones. También significa ayudarlo a desarrollar su personalidad y orientarlo para que vaya aprendiendo a resolver sus problemas y encuentre su propio camino.
Implica ayudarlo a convertirse en una persona madura y emocionalmente inteligente. Estar a su lado cuando se cae y animarlo a levantarse. De esa manera lo ayudarás a apreciar más la felicidad cuando la encuentra y desarrollar su capacidad para afrontar la situación cuando no la hay.
Si nos centramos solamente en la felicidad, es bastante probable que fracasemos. Pero si nuestro objetivo es ayudarlos a construir una vida significativa en la que todo tiene cabida – tanto lo “bueno” como lo “malo” – es bastante probable que esos niños encuentren por sí solos la felicidad. Porque, a fin de cuentas, la felicidad no es un fin en sí misma, sino un subproducto de llevar una vida significativa y afrontar la realidad con madurez.
Referencia Bibliográfica:
Lagattuta, K.H.; Sayfan, L. & Bamford, C (2012) Do you know how I feel? Parents underestimate worry and overestimate optimism compared to child self-report. Journal of Experimental Child Psychology; 113 (2): 211-232.
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