No venimos al mundo para impresionar a los demás. Y a pesar de eso, muchas personas se desviven por impactar a los otros, generando admiración o envidia – lo que surja primero. Hay quienes viven, literalmente, para captar la atención, ser el centro de la fiesta y acaparar halagos.
Las redes sociales han amplificado ese deseo de mostrar el lado más perfecto de cada uno, de manera que muchos se esfuerzan por transmitir la sensación de que progresan más que los demás o son más exitosos o felices – aunque no sea así.
La trampa de querer impresionar
De cierta forma, es normal que todos busquemos la validación externa. Tenemos un deseo natural de agradar, lo cual no es extraño ya que, históricamente, las personas más apreciadas, queridas y valoradas eran las más protegidas de la tribu.
Sin embargo, entre el deseo de formar parte de la comunidad y la necesidad de impresionar a los demás existe un trecho enorme. Nos han hecho creer que debemos competir, destacar e impactar para demostrar nuestra valía. Pero eso nos vuelve dependientes de la aprobación externa y aumenta el riesgo de convertirnos en personas que viven para aparentar.
En cierto punto, esa necesidad de impresionar suplanta nuestras propias necesidades. Dejamos de preguntarnos “¿qué necesito?” para guiarnos por el “¿qué impresionará a los demás?”. En ese momento perdemos los puntos cardinales y comenzamos a vivir a través de los ojos de los otros, en una búsqueda enfermiza de admiración.
De hecho, uno de los principales problemas de intentar deslumbrar constantemente es que terminamos descuidando nuestras necesidades. Muchas veces, las cosas que hacemos para impresionar a los demás no son las que más nos gustan o nos hacen felices. Así acabamos negándonos, rechazando nuestra esencia para intentar ser la persona que creemos que encajará en los moldes de quienes nos rodean.
Como resultado, podemos acabar llevando una vida que no nos gusta, haciendo cosas que realmente detestamos, solo para impresionar a gente que, en el fondo, ni siquiera nos caen bien y a las que nosotros tampoco les importamos demasiado. Con el tiempo, buscar constantemente la aprobación ajena hará que nos convirtamos en una versión falsa de nosotros mismos. Y eso es insostenible. A largo plazo, ese camino solo puede conducir a la frustración y el agotamiento.
Deshacerse de la necesidad de impresionar a los demás
Cuando somos jóvenes, hasta cierto punto es normal que intentemos impresionar ya que nuestra identidad también se forma en esas interacciones. Pero deberíamos llegar a una etapa de nuestras vidas en las que debemos priorizarnos y mirar dentro para comenzar a preguntarnos qué queremos realmente.
Con la madurez, vamos tomando perspectiva y las cosas van asentándose, así que esa necesidad de impresionar a los otros suele ir desapareciendo – o al menos debería. Vamos comprendiendo que lo importante es vivir con serenidad. Y que muchas veces eso significa lograr que no nos importe lo que piensen los demás.
No seremos realmente libres hasta que no nos deshagamos de esa necesidad de impresionar. Cuando aceptamos quienes somos y decidimos ser auténticos, en lugar de esforzarnos por ser quienes creemos que los demás quieren que seamos, nos abrimos a relaciones más auténticas y a la verdadera felicidad, esa que nace de estar en paz con uno mismo.
A fin de cuentas, debemos tener presente que las únicas relaciones que realmente valen la pena son aquellas que nos ayudan a convertirnos en una persona mejor, sin obligarnos a transformarnos en alguien distinto a lo que somos y sin impedirnos ser la persona que solíamos ser.
Por tanto, no te pierdas en el laberinto de la búsqueda de aceptación externa. No intentes ser alguien que no eres. No necesitas una ovación de pie de un auditorio, ni un éxito de ventas, ni un ascenso, ni miles de “me gusta”. Ahora mismo eres más que suficiente, no tienes nada que demostrar.
Preocúpate menos por quién eres para los demás y más por quién eres para ti mismo.
Tendrás menos dolores de cabeza. Y vivirás mejor.
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