“La paternidad moderna está en crisis. Los padres dedican más tiempo y esfuerzo que nunca a criar a sus hijos, pero la autoestima, la resiliencia y el bienestar infantil no parecen estar mejorando”, escribió la psicóloga Judith Locke.
En su trabajo clínico y como investigadora, ha constatado un vínculo preocupante entre esa crianza esforzada y los malos resultados infantiles. Cree que los padres están facilitándoles tanto la vida a sus hijos que terminan criando a “niños bonsái”.
¿Cómo son los niños bonsái?
El arte del bonsái se originó en China, hace ya unos dos mil años. Fueron los monjes taoístas quienes se dedicaron a cultivar esos árboles en miniatura, que solo pueden prosperar con muchísimos cuidados. Técnicas como el trasplante, la poda, el alambrado o incluso el modelado son indispensables para lograr que el árbol crezca, pero solo dentro de ciertos límites y siguiendo una forma predeterminada.
Precisamente eso intentan hacer muchos padres: criar al hijo perfecto. Y para lograrlo tratan de controlar todos los factores posibles, de manera que nada “afecte” el desarrollo infantil. Por tanto, un niño bonsái es aquel que ha sido criado en un entorno hiperprotector, satisfaciendo todos sus caprichos y evitando a toda costa aquellas situaciones que puedan generarle emociones negativas.
Como resultado, se trata de pequeños que no han desarrollado las habilidades emocionales y sociales adecuadas para su edad. Los niños bonsáis suelen tener más ansiedad de separación, probablemente porque dependen excesivamente de sus padres, como reveló un estudio realizado en la Universidad de Cambridge.
También tienen una baja percepción de autoeficacia; o sea, no creen que son capaces de afrontar los problemas solos, lo cual se debe a las pocas oportunidades reales que tienen para poner a prueba sus habilidades. Además, tienen más probabilidades de sufrir acoso escolar debido a que no han desarrollado sus competencias sociales – que normalmente actúan como una barrera protectora contra el bullying.
En muchos casos, los niños bonsái también desarrollan cierto egocentrismo. El hecho de que sus padres siempre estén disponibles para satisfacer sus necesidades – y caprichos – con el objetivo de evitar que se aburran, frustren o entristezcan, los lleva a pensar que son el centro del universo.
Esperan que los demás los hagan felices y allanen su camino al éxito, por lo que pueden volverse bastante exigentes e irascibles. A la larga, ese egocentrismo genera conflictos con sus coetáneos y se convierte en un lastre para adaptarse a la vida social y tener un éxito auténtico.
Hiper protección = hiper error
La tendencia a criar niños bonsái sienta sus raíces en el profundo rechazo de la sociedad a las emociones negativas y nuestra obsesión con la felicidad. Como resultado, muchos padres han comenzado a preocuparse por desarrollar la autoestima infantil y asegurarse de que sus hijos experimenten la menor incomodidad emocional posible.
Obviamente, ningún padre quiere que su hijo se sienta mal, pero emociones como la tristeza, la frustración, la decepción o la ira son perfectamente normales. El objetivo no es evitarlas, sino aprender a gestionarlas. Cuando se intenta criar a los niños dentro de una burbuja feliz, se limitan sus posibilidades para desarrollar las habilidades que necesitan para afrontar la vida real.
Por otra parte, la enorme presión que sienten los progenitores por no cometer errores que puedan generar a sus hijos un trauma psicológico a menudo los empuja a intentar allanarles el camino. Se convierten en una especie de apisonadora para evitar que los baches los hagan tambalearse, sin darse cuenta de que son precisamente esas caídas las que van fortaleciendo a los pequeños.
Obviamente, los padres de los niños bonsái tienen la mejor de las intenciones, piensan que la forma correcta de contribuir al éxito y la felicidad de sus hijos es controlar hasta el mínimo detalle de su entorno y desarrollar un plan de acción milimétrico para evitar los obstáculos, pero a largo plazo generan más problemas de los que resuelven. Su intento de ayudar a los pequeños, termina lastrando su potencial.
Una combinación explosiva: altas expectativas y bajos resultados
Los padres hiperprotectores alimentan unas expectativas altas sobre el desempeño de sus hijos, pero tienen un nivel de exigencia bajo. O sea, esperan que lleguen lejos, pero no esperan que lo hagan solos.
Esa mezcla de altas expectativas y la percepción de una escasa autoeficacia lleva a los padres a encargarse de todo el trabajo, en vez de motivar a sus hijos a intentarlo. Intervienen constantemente para solucionar problemas que los niños podrían resolver solos.
Por ejemplo, muchos padres hiperprotectores suelen tener conflictos con los profesores porque plantean demandas irracionales. Esperan que el colegio cambie sus reglas para garantizar que sus hijos no tengan dificultades. Ante el menor contratiempo, exigen unas condiciones hechas a medida para sus hijos. Ese “intervencionismo” es un intento compensatorio para lograr que los niños bonsái alcancen determinados logros o hitos, pero sin que tengan que esforzarse demasiado.
Por otra parte, cuando estos padres se enfrentan a las deficiencias o dificultades de sus hijos, en vez de ajustar sus expectativas, suelen buscar diagnósticos clínicos. De esta forma, la tristeza se convierte en depresión, cualquier temor transmuta en fobia, una pelea puntual en acoso y la tensión normal se transforma en ansiedad.
Los padres hiperprotectores tienen la tendencia a etiquetar cualquier experiencia difícil y perfectamente normal como un problema de salud mental. Por supuesto, es importante prestar atención a los diferentes signos de alarma para poder abordarlos antes de que empeoren, pero la crianza demanda un cuidadoso equilibrio entre anticiparse a los problemas y permitir que los niños intenten afrontarlos con sus propias herramientas porque solo así podrán desarrollar la resiliencia y otras habilidades esenciales para la vida.
Los niños no son bonsáis, sino más bien flores silvestres
Todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero no pueden protegerlos por siempre ni mantenerlos dentro de una burbuja de cristal a salvo de todo. De hecho, su tarea ni siquiera es hacer felices a sus hijos todo el tiempo, sino prepararlos para la vida. Y a menudo eso implica dejar que se equivoquen, se aburran, frustren, decepcionen o intenten resolver los problemas por su cuenta.
Ahorrarles la fatiga del camino criándolos dentro de burbujas felices, les impide desarrollar las habilidades necesarias para desenvolverse en el mundo real y, al mismo tiempo, ganar la confianza y la seguridad en sí mismos que necesitan para afrontar los desafíos que vendrán.
Para romper ese ciclo de hiperprotección, los padres deben dar un paso atrás y no ofrecer ayuda antes de que el niño la pida. Sentarse junto a ellos todo el tiempo y supervisar cada paso que dan les arrebata el oxígeno psicológico que necesitan para explorar.
Por tanto, no intentes evitar que tus hijos se sientan mal. En su lugar, ayúdalos a atravesar esa situación y gestionar las emociones que sienten de la manera más asertiva. Será un enfoque mucho más constructivo y desarrollador a largo plazo.
A fin de cuentas, los padres deben entender que “los niños no son árboles bonsái, sino más bien flores silvestres de un género y especie desconocidos”, como dijera la educadora Julie Lythcott-Haims.
Referencias Bibliográficas:
Locke, J. Y. (2015) The Bonsai Child. Queensland University of Technology.
Locke, J. Y. et. Al. (2012) Can a Parent Do Too Much for Their Child? An Examination By Parenting Professionals of the Concept of Overparenting. Journal of Psychologists and Counsellors in Schools; 22(2): 249 – 265.
LeMoyne, T. & Buchanan, T. (2011) Does hovering matter? Helicopter parenting and its effect on well-being. Sociological Spectrum; 31: 399–418.
Ungar, M. (2009) Overprotective parenting: Helping parents provide the right amount of risk and responsibility. The American Journal of Family Therapy; 37: 258–271.
Wood, J.J. (2006) Parental intrusiveness and children’s separation anxiety in a clinical sample. Child Psychiatry and Human Development; 37: 73–87.
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