¿Sabes de dónde proviene la motivación para mejorar tu vida? ¿Eres consciente de lo que te anima a esforzarte, dar lo mejor de ti y cambiar las cosas?
Aunque todos queremos crecer como personas, perfeccionar nuestras habilidades y construir un mundo mejor, lo cierto es que no siempre lo hacemos. No siempre elegimos la mejor opción, hacemos lo que es mejor para nosotros ni tomamos el mejor camino, aunque sepamos cuál es.
A veces simplemente dejamos que venza esa parte de nuestro cerebro que quiera ahorrar recursos cognitivos. Esa parte de nosotros que se siente segura en la zona de confort. Dejamos que la pereza nos gane la partida. Nos acomodamos en la inercia y le hacemos espacio a la procrastinación.
Vencer esa apatía cotidiana no es sencillo. Todos sabemos que es mucho más fácil tirarnos en el sofá después de una jornada de trabajo que ir al gimnasio o salir a correr, por mucho que sepamos que el ejercicio físico nos hace bien.
Sin embargo, hay ocasiones en las que un evento vital precipita todo, nos sacude la pereza y nos brinda la fuerza que necesitamos para hacer otros cambios en nuestra vida. Lo paradójico es que, aunque muchas veces esos eventos vitales demandan una dosis de esfuerzo y dedicación considerable, en vez de succionarnos la energía nos brindan un empujón adicional.
Esa es la razón por la que muchas personas pueden llegar a sacar lo mejor de sí cuando se convierten en padres, les confían un proyecto profesional desafiante o rompen una larga relación de pareja. La explicación a lo que se conoce como «paradoja del esfuerzo» se encuentra en el costo de activación, como explica Scott H. Young.
¿Conoces tu costo de activación?
En nuestro día a día, es más fácil vivir en piloto automático. Nos dejamos llevar por la inercia permitiendo que los hábitos contrastados determinen el flujo de nuestra vida. Así evitamos tomar decisiones continuamente y ahorramos recursos físicos y cognitivos.
Sin embargo, una vez que entramos en ese flujo automático, es muy difícil salir.
Esa es la razón por la que muchas personas, aún estando obesas, siguen comiendo alimentos calóricos y posponen continuamente su dieta. Esa también es la razón por la que muchas personas se mantienen en relaciones de pareja tóxicas que, de cierta forma, subsisten en un equilibrio precario. Y esa es la razón por la que nos quedamos en un puesto de trabajo que no nos satisface, pero nos brinda seguridad.
Cambiar el flujo de los acontecimientos y romper esa rutina tiene lo que podríamos denominar un costo de activación. Todo camino de crecimiento personal debe pagar ese peaje. El costo de activación es la cantidad de energía que debemos desplegar para cambiar ciertos hábitos e introducir transformaciones en nuestro entorno.
Lo interesante es que, una vez que asumimos ese costo de activación, es como si tuviéramos barra libre para proseguir con los cambios que antes nos parecían demasiado difíciles o costosos. Un nuevo reto en nuestra vida que nos obligue a salir de la rutina a menudo se convierte en el desencadenante de otros cambios positivos.
Cuando tenemos un objetivo que realmente nos motiva, ese entusiasmo suele extenderse a otras áreas de la vida y, de cierta forma, disminuye los costos de activación. Por eso no es inusual que un gran cambio vaya seguido de otras transformaciones en diferentes áreas de nuestra vida.
En práctica, una vez que nos ponemos en marcha y hemos superado cierto umbral de esfuerzo, todo lo demás nos resulta más sencillo e incluso natural. Por eso una persona que decide comenzar a correr, a menudo también empieza a comer más sano y se preocupa más por su bienestar psicológico. Un cambio conduce al otro.
El esfuerzo como motivador en sí mismo
“No hay nada en el mundo que valga la pena tener o hacer a menos que signifique esfuerzo, dolor, dificultad… Nunca en mi vida he envidiado a un ser humano que haya tenido una vida fácil. He envidiado a muchas personas que tuvieron vidas difíciles y las sobrellevaron bien”, escribió Theodore Roosevelt en 1910.
Roosevelt no era masoquista, sabía que el esfuerzo es un potente motivador en sí mismo, probablemente el más poderoso de todos los motivos que guían nuestro comportamiento. De hecho, psicólogos de la Universidad de Toronto explican que, si bien solemos asociar el esfuerzo con la recompensa y a menudo buscamos premios para recompensarnos por el esfuerzo realizado, en realidad el esfuerzo en sí mismo también es un valor y recompensa.
El esfuerzo agrega valor a lo que obtenemos o alcanzamos, pero también tiene un valor en sí mismo que no debemos desechar porque es un poderoso agente dinamizador del comportamiento. De hecho, algunos resultados pueden llegar a ser mucho más gratificantes por el esfuerzo invertido en ellos. En otras palabras, no nos sentimos tan satisfechos por lo logrado como por el esfuerzo invertido. Comprendemos que lo que realmente cuenta no es llegar a la meta sino crecer a lo largo del camino.
Eso significa que cuando deseemos hacer grandes cambios en la vida, pero nos sintamos atrapados en la rutina y la pereza, necesitamos encontrar ese motivo por el que vale la pena esforzarnos y que nos permitirá superar el costo de activación. Ese motivo es, obviamente, personal. La buena noticia es que una vez que estemos en marcha, será más fácil seguir cambiando.
No obstante, hay una «trampa» que debemos conocer. Muchas de las cosas que debemos hacer para crecer como personas, mejorar nuestras relaciones interpersonales o alcanzar una vida significativa simplemente no son lo suficientemente motivadoras en sí mismas y el costo de activación nos resulta demasiado elevado.
Para sortear esa trampa debemos encontrar esa única razón para hacer todo lo demás, una razón que nos obligue a tomarnos las cosas en serio y que sea lo suficientemente significativa como para brindarnos la energía necesaria. No existen atajos, cada persona debe encontrar su razón porque lo que motive a una puede ser intrascendente para otra.
Fuente:
Inzlicht, M. et. Al. (2018) The Effort Paradox: Effort Is Both Costly and Valued. Trends Cogn Sci; 22(4): 337-349.
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