En los últimos años probablemente todos hemos recibido la orden de “pensar positivo”. Un ejército de expertos lo recomiendan. Y, claro, pensarás que tantas personas no pueden estar equivocadas. De hecho, los médicos y psicólogos han realizado numerosas investigaciones que demuestran que el optimismo mejora nuestra salud, nos hace vivir durante más tiempo y mejora nuestra calidad de vida. Así, ha llegado el punto en que las personas prácticamente sienten una presión por pensar y hablar de forma positiva. ¡Y todo esto está bien!
El problema estriba en que la inmensa mayoría de las personas refiere que desea ser aún más optimista. Por ende, no son tan felices como desearían. El optimismo se ha convertido en una meta pero no sabemos cuándo lo hemos logrado y queremos mucho más.
Lo cierto es que cada vez más, los investigadores en el área del optimismo y el pesimismo, están contemplando ambos estados como lentes que podemos ponernos o quitarnos para enfrentar una situación, en vez de comprenderlos como estilos o actitudes ante la vida en general. De hecho, ya hay muchos psicólogos que están desafiando la hegemonía del optimismo como el estado de ánimo ideal. En fin, que hacer un uso selectivo del optimismo en vez de asumirlo como si fuera un vestido de por vida.
El problema radica en que durante décadas se ha exhortado a las personas a ser optimistas. ¿Usted es optimista? ¡Hurra! ¿Es un pesimista? ¡Boo! Para millones de personas la doctrina del optimismo les ha llevado a crear un enemigo: el pesimismo, una idea que han identificado con el fracaso, la depresión y la falta de objetivos en la vida. Pero no tiene por qué ser así ya que tanto el pesimismo como el optimismo tienen sus valores intrínsecos.
Por ejemplo, tanto el optimismo como el pesimismo pueden actuar como poderosos motivadores de nuestro comportamiento. Si consideramos de una forma realista el grado de riesgo que enfrentamos ante un nuevo proyecto o nos percatamos de la cantidad de trabajo que demandaría, probablemente nunca seríamos capaces de hacer el intento. Entonces se necesita un poco de optimismo. No obstante, no hay nada como un desastre en el horizonte para hacernos reaccionar, cambiar de perspectiva y retomar el camino por otro sendero. Este es el pesimismo.
De hecho, hay muchos psicólogos que consideran al pesimismo como un mecanismo de protección del ego que, obviamente, no desea fracasar. En este caso nos referimos al pesimismo defensivo, que nos delinea con colores particularmente grises, todas las cosas negativas que podrían pasarnos. En estos casos el pesimismo nos puede ayudar a buscar caminos alternativos, a ser más precavidos o incluso puede aguzar nuestro ingenio en la búsqueda de nuevas soluciones para evitar grandes problemas.
Tampoco debemos olvidar que el boom del optimismo llegó a finales de los años ’90, cuando el psicólogo Martin Seligman eligió como tema de su conferencia como presidente de la Asociación Americana de Psicología precisamente el tema de la “Psicología Positiva”. En aquel momento de expansión y prosperidad la cultura era particularmente receptiva a estos mensajes pero en la actualidad, con la crisis económica y los problemas reales que debemos enfrentar cada día, es mejor asumir todo en su justa medida.
Así, una vez más, es importante que asumamos de forma flexible los opuestos. El optimismo no es una meta, no debemos andar todo el día con una sonrisa atornillada en el rostro. Lo importante es que sepamos aplicar los consejos de la Psicología Positiva en el momento y el lugar en que son verdaderamente útiles.
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