Si comparamos un hogar actual con uno de hace cincuenta años, descubriremos que acumulamos toda clase de objetos, muchos de ellos no solo innecesarios sino completamente inútiles. En apenas medio siglo, nuestra sociedad se la lanzado en los brazos de un consumo desenfrenado. Como resultado, compramos cosas que no necesitamos y que suelen terminar olvidadas en el fondo de algún cajón u ocupando un espacio vital en casa.
Las razones que nos llevan a comprar más cosas de las que necesitamos son muchas, desde esa adrenalina que antecede al momento de la compra pero que se apaga a las pocas horas o en cuestión de días, hasta la falsa creencia de que esos objetos son una fuente de seguridad y felicidad. Sin embargo, en el fondo de todas esas razones lo que hallamos es una identificación con los objetos. Como dijera William James, “el ‘yo’ de una persona es la suma total de todas las cosas que puede llamar suyas”.
Nos identificamos demasiado con nuestras posesiones
En 1937, Abraham Bredius, uno de los historiadores del arte más prestigiosos del mundo, que había dedicado gran parte de su vida al estudio de Vermeer, creyó encontrar el cuadro de Vermeer “Cristo y los discípulos en Emaús”, alque calificó como “una expresión del arte supremo”. El valor de aquel cuadro era incalculable. Sin embargo, años más tarde se descubrió que en realidad era obra del falsificador Han van Meegeren y el cuadro tan ensalzado disminuyó drásticamente su valor convirtiéndose en una mera curiosidad.
Sin embargo, si el cuadro era realmente tan interesante, expresivo y genial, tendría que haber conservado su valor. Obviamente, no es así porque muchas cosas no tienen un gran valor en sí mismas, sino que ostentan el valor que les damos socialmente. El valor de los objetos está determinado en gran parte por las creencias que tenemos sobre él, por lo que representa y, por supuesto, por lo que creemos que dice de nosotros. Tener un Vermeer es símbolo de estatus social, cultura y apreciación artística. Tener un van Meegeren, no tanto.
Sin darnos cuenta, los objetos pasan a formar parte de nuestra identidad, tanto individual como colectiva. A través de ellos comunicamos nuestra personalidad, creencias y gustos, decimos quiénes somos y adónde pertenecemos. Eso significa que cuando poseemos un objeto se produce un proceso de identificación mediante el cual asimilamos una propiedad o atributo del mismo. Por ejemplo, los usuarios de Apple pueden identificarse con el halo de innovación, genialidad y cierto elitismo del que se han rodeado sus productos
Y no es un proceso meramente psicológico. En 2010, neurocientíficos de la Universidad de Yale escanearon los cerebros de un grupo de personas mientras colocaban objetos en un contenedor marcado como “mío” o en un contenedor marcado con el nombre de otra persona. Constataron actividad en la corteza prefrontal medial en respuesta a la vista de los objetos propios. Esa misma zona se activó cuando los participantes describieron su personalidad porque está relacionada con el pensamiento sobre uno mismo. Eso significa que vemos nuestras posesiones como una extensión de nosotros mismos. Sin embargo, los objetos no solo nos permiten expresar nuestra identidad, sino que también contribuyen a construirla.
No compramos lo que creemos estar comprando
Cuando compramos algo se produce un desplazamiento del sentido pues no estamos adquiriendo simplemente un objeto sino el constructo social construido alrededor del mismo. Cuando compramos una marca de lujo, por ejemplo, adquirimos exclusividad y estatus. Sin embargo, no siempre compramos cosas con las que nos identificamos, sino que a veces esas cosas son una expresión de lo que nos gustaría ser.
Y es que, en el fondo, no compramos cosas. Compramos lo que nos hacen sentir esas cosas. Cada compra va integrada a una emoción. Incluso la elección de una mesa no depende exclusivamente de su color, material o funcionalidad sino de todos esos momentos de alegría que imaginamos en torno a la misma. Tampoco compramos una membresía de gimnasio, sino el cuerpo con el que soñamos. Cada compra encierra una ilusión, por pequeña que sea.
Cuando ese producto deja de ilusionarnos, buscamos otro que vuelva a generar la promesa de la felicidad. Por eso terminamos cambiando objetos que aún podemos usar y compramos cosas que no necesitamos. Lo cierto es que no compramos meramente cosas, compramos experiencias, ilusiones y estatus que mostrar a los demás.
Compramos cosas que no necesitamos porque creemos que las necesitamos. Porque nos hemos identificado en ellas. Porque creemos en las promesas que encierran. Porque nos hacen sentir más poderosos y en control de nuestras vidas. Aunque en el fondo todo no sea más que una ilusión.
Fuente:
Kim, K. & Johnson, M. K. (2014) Extended self: spontaneous activation of medial prefrontal cortex by objects that are ‘mine’. Soc Cogn Affect Neurosci; 9(7): 1006–1012.
Rucker, D. D. & Galinsky, A. D. (2008) Desire to Acquire: Powerlessness and Compensatory Consumption. Journal of Consumer Research; 35(2): 257-267.
Deja una respuesta