“Mi novio y yo estábamos terminando de hacer las maletas para ir a pasar el fin de semana con la familia. Mientras recogía, me dijo: ‘no te pongas a limpiar ahora, ya lo harás cuando regresemos’. Le respondí sin pensarlo: ‘no quiero volver y encontrar la casa sucia’. En ese instante, me di cuenta de que me estaba convirtiendo en mi madre”, contó una persona en Reddit.
Su historia no es única. Todos hemos tenido ese momento de ¿iluminación? en el que nos damos cuenta de que nos estamos pareciendo cada vez más a nuestros padres. Atrás ha quedado ese intento rebelde de ser nosotros mismos, diferenciarnos y autodeterminarnos. Las líneas que antes parecían distanciarse destinadas a no tocarse jamás, ahora se acercan. ¿Qué nos ocurre?
¿Culpa de la genética?
No importa cuánto tiempo hayas intentado resistirte, llegará un momento en el que empezarás a notar que te pareces cada vez más a tus padres. Tal vez te sorprendas usando expresiones o frases que nunca pensaste que dirías o te des cuenta de que tienes hábitos y manías similares a las suyas, precisamente esos hábitos y manías que antes te volvían loco o de los que te burlabas.
Existen varias teorías que intentan explicar por qué nos parecemos a nuestros padres a medida que envejecemos. Una de ellas culpa a la genética. Un estudio publicado recientemente en la revista Molecular Psychiatry sugirió que entre el 50 y el 58% de nuestros rasgos de personalidad tienen un carácter hereditario. Eso significa que algunas de nuestras tendencias y patrones de comportamiento pueden estar programados en nuestro ADN – o al menos esa carga genética nos hace más propensos a desarrollarlos.
Si tu padre o tu madre tenía rasgos obsesivos, por ejemplo, y necesitaban comprobar dos veces que la puerta estuviera bien cerrada o que las luces estuvieran apagadas, tendrás entre el 27 y 47% de probabilidades de desarrollar algunos comportamientos obsesivos. Quizá tengas que revisar que el gas ha quedado bien cerrado antes de salir de casa o dar una vuelta por la noche para asegurarte de que todas las luces están apagadas.
Cuestión de ambiente, estrés y pereza
Obviamente, el ambiente en el que crecemos también influye. En la infancia aprendemos muchas de nuestras conductas y actitudes de nuestros padres. Aprendemos cómo comportarnos en ciertas situaciones, qué decir en determinadas conversaciones y cómo interactuar con el mundo que nos rodea.
Nuestros padres también nos inculcan muchos de sus valores e incluso compartimos algunas de sus asunciones básicas sobre el mundo. A medida que crecemos, esas lecciones se arraigan cada vez más en nuestra psique, por lo que puede ser difícil deshacernos de ellas.
De hecho, muchas veces adoptamos los comportamientos de nuestros padres simplemente porque nos resultan cómodos y familiares. Cuando crecemos rodeados de ciertos patrones de comportamiento, nos acostumbramos a ellos y podemos llegar a percibirlos como “lo normal”. Por ejemplo, si siempre viste a tus padres levantarse temprano los fines de semana para limpiar la casa o cuidar el jardín, es posible que más tarde en la vida hagas lo mismo sin pensártelo dos veces.
Tampoco es casual que esos momentos de “insight” en los que descubrimos que actuamos como nuestros padres suelan producirse en situaciones estresantes o cuando estamos agotados. Una persona contó: “cuando mi madre se ponía nerviosa, se irritaba con los objetos y les gritaba. Un día descubrí que hacía esa misma locura, les grito y luego los golpeo”. Cuando estamos estresados, nuestras gama de opciones de comportamiento se reduce, por lo que es más probable que recurramos a las reacciones y patrones que ya conocemos, los cuales muchas veces provienen directamente de nuestros progenitores.
Nuestra perspectiva cambia a medida que maduramos
Durante la juventud, nuestra personalidad se vuelve más heterogénea. Nos empezamos a desvincular de las reglas del hogar familiar y comenzamos a elegir por nosotros mismos. Eso hace que nos sintamos más libres. Nos empuja a marcar distancia de nuestros padres simplemente porque necesitamos espacio para construir nuestra identidad y queremos encontrar nuestro propio camino en la vida.
Sin embargo, en cierto punto esa «revolución» contra los padres remite. Ya no necesitamos enfrentarnos constantemente a sus opiniones ni defender a capa y espada nuestras ideas. Ya no sentimos esa necesidad imperiosa de diferenciarnos y reafirmarnos. Cuando cesa el enfrentamiento y finalmente nos sentimos seguros de nosotros mismos, comienzan a emerger las similitudes.
Además, a medida que ganamos experiencia y madurez, nos damos cuenta de que nuestros padres tenían razón sobre muchas cosas. Nos damos cuenta de que los valores que nos enseñaron son importantes y comenzamos a comprender mejor sus actitudes y comportamientos.
Como contaba asombrado un joven: “las hermanas menores de mi novia se quejan por todo, por lo que siempre termino diciéndoles: ‘la vida no es justa, asúmelo’. Odiaba a mis padres cada vez que me decían eso”. Sin embargo, la madurez puede alinear nuestros valores y perspectivas, limando las diferencias que antes nos parecían insalvables.
Además, a medida que envejecemos, podemos comenzar a sentirnos más nostálgicos y apegados a las tradiciones y costumbres que nos recuerdan a nuestras familias y raíces, por lo que ya no nos parecen tan terribles. Cada experiencia de vida que acumulamos se convierte en un material adicional para comparar y encontrar semejanzas o incluso sabiduría en las palabras de nuestros padres.
¿A qué edad comenzamos a parecernos a nuestros padres?
Mirarnos al espejo y notar que nos parecemos más a nuestros padres que hace una década también hace que escudriñemos nuestros comportamientos y palabras en busca de otras semejanzas. Un estudio realizado en el Reino Unido reveló que cuando las mujeres llegamos a los 33 años, comenzamos a comportarnos de forma más parecida a nuestras madres, adoptando hábitos, gustos y actitudes muy similares a los suyos. Los hombres, en cambio, tardan un año más en parecerse a sus padres: a los 34 años, aproximadamente.
Esa edad no es casual. De hecho, muchas personas se convierten en padres alrededor de los 30 años. En esa etapa no solo tienen que hacer frente a las obligaciones laborales sino también a las demandas de la vida doméstica, por lo que muchos terminan comprendiendo que si planifican las cosas con tiempo todo sale mejor, que dejar las luces encendidas significa tener que pagar una factura más cara y que limpiar la casa luego de un viaje suele ser más agotador.
Para hacer frente a esas nuevas obligaciones, muchas personas comienzan a desenterrar algunas de las costumbres con las que crecieron y recurren a los hábitos y patrones de sus padres para solucionar algunos de sus problemas. Por tanto, la próxima vez que te suelten durante una discusión “eres como tu madre” o “cada día te pareces más a tu padre”, quizá no sea tan malo como parecía a los 18 o 20 años.
Fuentes:
Zwir, I. et. Al. (2020) Uncovering the complex genetics of human character. Molecular Psychiatry; 25:2295–2312.
De Silva, J. (2019) Women Start Turning Into Their Mothers At Age 33, Scientists Say. En: London Facial Plastic Surgery.
Pauls, D. L. (2010) The genetics of obsessive-compulsive disorder: a review. Dialogues Clin Neurosci; 12(2): 149–163.
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