
Imagina que estás sentado en la oficina y sobre tu escritorio hay un vaso de agua. Es un vaso de agua normalísimo. El de todos los días. Así que si alguien te preguntara cuánto pagarías por ese vaso de agua, probablemente tu respuesta sería: “nada”.
Sin embargo, si estuvieras en el desierto muerto de sed, después de haber caminado durante horas, es probable que estuvieras dispuesto a entregar todo lo que llevas, desde tu dinero hasta tu reloj o tu teléfono, por un vaso de agua.
¿Qué ha cambiado? Ha cambiado tu necesidad. Ha cambiado tu percepción de valor. Y eso, en esencia, es lo que Carl Menger propuso como el principio de imputación: las cosas no tienen un valor intrínseco fijo, su valor final depende de cuánto contribuyan a satisfacer nuestras necesidades en un momento determinado.
El valor no está solo en las cosas, está en ti
Carl Menger, uno de los fundadores de la Escuela Austriaca de Economía, planteó la teoría subjetiva del valor, en la que cuestionaba que el precio de los productos pudiera fijarse teniendo en cuenta únicamente sus costos de producción.
Menger pensaba que todo comienza con nuestras necesidades, que constituyen la fuerza motriz básica, junto con las limitaciones a las que se enfrenta. Por tanto, según su principio de imputación, el valor de un producto no depende únicamente de factores objetivos, como el coste de los materiales o la mano de obra, sino que está determinado en gran medida por nuestras decisiones, aspiraciones y necesidades. Somos nosotros quienes añadimos o restamos valor según la utilidad.
Este principio económico se aplica en nuestra vida cotidiana, más allá del dinero o los mercados. Está presente, por ejemplo, en cómo valoramos nuestro tiempo, nuestras relaciones e incluso nuestras debilidades y fortalezas.
¿Cuántas veces no valoramos algo hasta que lo perdemos?
¿Cuántas veces despreciamos lo cotidiano, simplemente porque está disponible?
¿Y cuántas veces sobrevaloramos lo escaso, lo urgente o lo que está por irse?
La paradoja de lo singular: Cuando lo raro se vuelve precioso
En los años 1970, Stephen Worchel realizó un experimento muy interesante en el que le ofrecía galletas a los participantes. A algunos les comentaba que había muchas, a otros les decía que quedaban pocas y no se fabricarían más. Las personas que pensaron que era un producto escaso, consideraban que las galletas eran mejores y estaban dispuestas a pagar más por ellas.
El efecto de escasez es uno de los pilares de la principio de imputación de Menger. Nos empuja a valorar más algo, solo porque lo percibimos como limitado, único o difícil de conseguir. Obviamente, confundir valor con urgencia puede llevarnos a tomar malas decisiones.
Cuando creemos que algo está a punto de desaparecer (una oportunidad, una persona, una oferta) nos sentimos impulsados a actuar sin reflexionar. Compramos cosas que no necesitamos, entablamos relaciones por miedo a la soledad, aceptamos condiciones injustas simplemente por no “perder la ocasión”. Esa ansiedad porque se nos escape algo nos hace elegir desde el impulso, no desde la claridad y la objetividad.
En las relaciones, el sesgo de escasez puede generar comportamientos de dependencia. Por ejemplo, si idealizamos a alguien solo porque se muestra emocionalmente distante, corremos el riesgo de aceptar sus actitudes tóxicas o inestables. Así, en lugar de buscar vínculos sanos y recíprocos, terminamos atrapados en dinámicas donde lo inalcanzable se vuelve deseable, aunque no nos haga bien.
La “inflación emocional”: Cuando lo cotidiano pierde valor
El principio de imputación de Menger también revela que el valor disminuye conforme aumenta la oferta. En el día a día, eso nos ocurre constantemente. Cuando nos acostumbramos a tener algo, dejamos de apreciarlo. Es lo que se conoce como adaptación hedonista.
Lo comprobaron investigadores de la Universidad de California, quienes reclutaron a un grupo de personas que habían experimentado recientemente cambios positivos en sus vidas. Todas reportaron un mayor nivel de felicidad inmediatamente después del cambio, pero este fue declinando conforme pasaron las semanas.
Nos sentimos felices cuando vivimos experiencias positivas, pero si la repetimos una y otra vez, muy pronto se convertirán en algo familiar – por muy maravillosas que sean. Como resultado, esa nueva fuente de felicidad se irá secando gradualmente, generando cada vez menos placer y satisfacción.
Esa familiaridad también puede empujarnos a tomar malas decisiones. Como ya no sentimos el mismo entusiasmo o gratitud por lo que tenemos (ya sea una pareja estable, un buen trabajo o un amigo siempre disponible), empezamos a buscar novedades sin darnos cuenta de que estamos dejando de alimentar lo que realmente nos sostiene. Esa insatisfacción, nacida del dar las cosas por sentado, nos empuja a cambiar lo que funciona ilusionados por vivir algo diferente.
En el ámbito emocional, esto puede traducirse en conflictos innecesarios o rupturas evitables. Menospreciamos lo cotidiano porque creemos que debemos sentir el amor o la felicidad con la misma intensidad que al inicio. No reconocemos que la constancia y el compromiso, aunque menos llamativos, son profundamente valiosos porque aportan estabilidad y seguridad. Así, dejamos de demostrar cariño, dejamos de cuidar, hasta que lo que era firme empieza a desmoronarse.
El gran reto: mirar con otros ojos
En la vida, oscilamos constantemente entre la adaptación hedonista y el sesgo de escasez. Como resultado, podemos aferrarnos a metas o relaciones que no tienen sentido mientras dejamos de valorar lo que tenemos, hasta acabar perdiéndolo.
Influenciados por esos sesgos, emociones y urgencias, nuestra mente cambia constantemente el valor que le conferimos a las cosas. Para aprender a valorarlas en su justa medida, conviene hacer contabilidad emocional de vez en cuando.
Haz un alto y pregúntate: «¿Cómo me sentiría si esto fuera la última vez?» (el último café, la última charla con tu madre, el último atardecer…). Juega a perder mentalmente lo que amas… para valorar más que lo amas.
El reto que nos plantea el principio de imputación es aprender a valorar lo que tenemos hoy. No debemos esperar a cruzar el desierto para valorar el agua. Ni esperar la ausencia para apreciar la presencia. No necesitamos el dolor para abrir los ojos al privilegio de estar vivos.
Referencias Bibliográficas:
Sheldon, K. M., & Lyubomirsky, S. (2006) Achieving sustainable happiness: Change your actions, not your circumstances. Journal of Happiness Studies; 7: 55–86.
Worchel, S.; Lee, J. & Adewole, A. (1975) Effects of supply and demand on ratings of object value. Journal of Personality and Social Psychology; 32(5): 906–914.
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