La búsqueda de la perfección se ha convertido en una constante, sobre todo con la difusión de la tecnología, que nos permite editar todo para transmitir exactamente la imagen que deseamos y eliminar lo que consideramos “imperfecciones”. Sin embargo, esa búsqueda de la perfección a menudo es un callejón sin salida que nos conduce a la insatisfacción y la frustración.
El deseo de ser perfectos nos atrapa, sumiéndonos en un estado de tensión implacable que a menudo causa estragos psicológicos y en nuestras relaciones. A pesar de ello, muchas personas siguen creyendo que buscar la perfección es algo bueno. En cambio, como ocurre con otras suposiciones y creencias operativas de nuestra cultura, cuando las analizamos con mayor profundidad descubrimos que no tienen mucho sentido.
Comprender el significado original de la palabra perfección podría ayudarnos a deshacernos del deseo de que todo sea ideal y la insatisfacción que sobreviene cuando no lo es, lo cual terminará siendo profundamente liberador.
¿Qué es la perfección y cómo se desvirtuó su significado original?
Psicólogos de las universidades de Bath y la York St John dieron seguimiento durante casi tres décadas a 40.000 estudiantes universitarios de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido. Estos investigadores descubrieron que en 1989 solo el 9% de los estudiantes informaron sentirse presionados por la sociedad para ser perfectos. Sin embargo, en 2017 esa cifra se había duplicado alcanzando un 18 %.
Eso significa que el nivel de “perfeccionismo prescrito socialmente” está aumentando de forma dramática. Si se mantiene ese ritmo, en 2050 uno de cada tres jóvenes reportará niveles clínicamente relevantes de ese tipo de perfeccionismo. Una manera para liberarnos de su influjo y escapar a esa profecía consiste en comprender la evolución histórica de la palabra perfección.
El vocablo perfección proviene del latín perfèctus, de perficĕre, que significa terminar o cumplir. Mientras la preposición per añade la idea de cumplimiento, el verbo fèctus, que proviene de fàcere, hace referencia a hacer algo.
Por tanto, originalmente la palabra perfecto significaba algo terminado, que había llegado a su fin y no le faltaba nada. Se refería, por ende, a un trabajo realizado por completo. Con el paso del tiempo, el significado de la palabra perfección fue cambiando, sobre todo bajo el influjo de la religión judeocristiana.
De hecho, la perfección se convirtió en una preocupación teológica constante a lo largo de los siglos. Sin embargo, resulta curioso que la palabra que se usaba en la historia bíblica para referirse a la perfección era tamim (תָּמִים), aunque esta solo designaba a los animales sin manchas en el cuerpo que debían ser sacrificados.
Poco a poco, lo que era un concepto concreto fue volviéndose más abstracto, de manera que la idea de la perfección dejó de limitarse a lo que hacíamos para extenderse también a las personas describiendo una moralidad sin mancha ni defecto. La diferencia parece sutil pero en realidad es inmensa ya que se pasó de aplicar el concepto de perfección a una obra terminada a aplicarlo a las personas, convirtiéndose así en un juicio sobre su valía.
Al mismo tiempo, la perfección no pudo desligarse del concepto de sacrificio, de manera que muchas órdenes monásticas comenzaron a buscarla renunciando al mundo y recluyéndose en el ascetismo, una visión que poco a poco se difundió en la sociedad.
Como resultado, hoy creemos que la perfección es el grado máximo de excelencia y que para alcanzarla debemos sacrificarnos. La perfección sugiere un estado impecable, sin defectos. Ser perfecto implica alcanzar un nivel de excelencia, tanto en términos de desempeño como en materia de cualidades, que no puede ser superado. Sin embargo, como dijera Voltaire “lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Buscar la perfección no es virtuoso, sino problemático
Nuestra cultura pone un énfasis exagerado en los éxitos y el logro de las metas. Preguntamos a nuestros hijos qué nota obtuvieron y no lo que aprendieron. Le preguntamos a una persona en qué trabaja y no si ama su trabajo. Como resultado, tenemos la tendencia a medir nuestras vidas en términos de éxitos y logros mientras perdemos de vista el significado y la felicidad.
Sin embargo, ¿imaginas ver un arcoíris y quejarte porque una de sus bandas es más ancha que las otras o decir que una nube es demasiado pequeña? Ese juicio no solo es ridículo sino que también arruina la belleza del momento. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que hacemos cuando nos juzgamos o valoramos a los demás fijándonos en nuestras supuestas imperfecciones. Olvidamos que, como seres humanos, también formamos parte de la naturaleza, de manera que no tenemos que buscar la perfección porque ya somos perfectos así como somos.
En muchos casos, el perfeccionismo suele ser una máscara para ocultar la inseguridad. Intentar ser perfectos equivale a reconocer que no somos lo suficientemente buenos tal como somos. Eso significa que muchas veces nos esforzamos por ser perfectos o por hacer algo perfecto para compensar una sensación de insuficiencia.
Quienes quieren ser perfectos a menudo también tienen un sentido exagerado de sus propios defectos. Por lo general, son personas que recibieron a edades tempranas mensajes que les decían que no eran lo suficientemente buenas o sufrieron presiones para alcanzar los mejores resultados pues solo así podían lograr la validación emocional que necesitaban.
En el fondo, ese intento compensatorio implica pensar que los demás son mejores o superiores, por lo que buscar la perfección es una manera de superarlos. Nos juzgamos de manera muy injusta y esa tensión a la larga termina siendo tremendamente dañina.
En cambio, viviríamos mucho más felices y relajados si aceptáramos el flujo natural de la vida dejando de medir, comparar y juzgar. Si retomamos el significado original de la palabra perfección, nos daremos cuenta de que no es un estado libre de defectos o no susceptible de mejora, sino tan solo una obra terminada a la que no le falta nada.
La perfección suprema no existe. Es una entelequia. Lo que existe es una perfección adaptada al contexto. Eso significa que cuando nos hemos esforzado al máximo y dado lo mejor de nosotros para terminar una obra, es suficiente. Todo es susceptible de mejora, nada es perfecto. Ni lo que hacemos ni lo que somos.
Eso no implica dejar de crecer, renunciar a la superación personal o intentar mejorar, sino tan solo dejar de comprender la perfección como un ideal para comenzar a verla como un proceso que da lugar a un resultado idóneo que siempre dependerá de nuestras capacidades, recursos y condiciones. Eso nos ayudará a despojarnos de la tensión y la frustración que se genera al plantearnos unos estándares inalcanzables desde su propia concepción.
Perseguir la perfección es una meta inalcanzable, inimaginable y a todas luces indeseable. Las nociones de lo perfecto o imperfecto son simplemente construcciones mentales que no tienen más base real que la que aporta la cultura. Por tanto, así como hemos introyectado el concepto de perfección, podemos deconstruirlo para usarlo a nuestro favor, en vez de permitir que nos arrebate el equilibrio mental. Es mucho más constructivo emplear nuestro tiempo y energía en comprender cómo trascender la inseguridad que catalizó el deseo de perfección para luego enfocarnos en lo que realmente nos hace felices. Es un cambio de perspectiva que vale la pena.
Fuentes:
Curran, T. & Hill, A. P. (2019) Perfectionism Is Increasing Over Time: A Meta-Analysis of Birth Cohort Differences From 1989 to 2016. Psychological Bulletin; 145(4): 410-429.
Devine, A. (1980) Perfezione, Perfezionismo. En: MB-Soft.
Deja una respuesta