
Si te hablas mal a ti mismo, nadie se va a quejar. No hay multas ni escándalos en las redes sociales. Nadie se levantará indignado para decir que es inaceptable. Nada de nada. Por eso, puedes fustigarte y criticarte todo lo que quieras. Hasta que destroces tu autoestima y hagas añicos tu autoconfianza.
Aunque nadie te lo recrimine, ese discurso te pasa una elevada factura. La buena noticia es que existe una fórmula relativamente sencilla para detener ese diálogo interno tan limitante: la regla de oro invertida.
El mal hábito de hablarnos mal
Confucio fue uno de los primeros filósofos en formular la regla de oro. Cuando un discípulo le preguntó qué enseñanza se podría practicar “todo el día y todos los días”, le respondió: “nunca hagas a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti”.
Esa «regla» recorre el shu, un concepto que podría traducirse como “consideración”, pero que también se puede interpretar como “comparar con uno mismo”, en el sentido de que nos anima a no vernos como alguien especial o privilegiado, sino a relacionar nuestra experiencia con la de los demás. O sea, a ser empáticos.
Muchas otras corrientes filosóficas y religiosas adoptaron este principio. Sin embargo, el filósofo Iddo Landau nos invita a darle una vuelta de tuerca a la aplicación de la regla de oro invertida: no te trates como no tratarías ni a tu peor enemigo.
Parece lógico, ¿no? Pero, sorpresa, hacemos justo lo contrario todo el rato. Nos hablamos con una crueldad y dureza que no nos permitiríamos con nadie más. “Vaya desastre que soy”, “jamás lo lograré”, “soy un inútil, no valgo para nada”… Si le dijeras a alguien la mitad de las cosas que te dices, te convertirías en el villano de la película. En cambio, nos parece casi normal hablarnos así.
Nos tratamos peor que a ese vecino ruidoso que no soportamos o al jefe que nos saca de quicio. Nos tratamos como si fuéramos nuestro propio enemigo. Y no, no es exageración. Piensa en la última vez que cometiste un error. ¿Te hablaste con cariño, como le hablarías a un amigo? ¿O te soltaste una arenga digna de un sargento?
La psicología del “yo contra mí” y el mito de la autocrítica constructiva
¿Por qué somos tan duros con nosotros mismos? La respuesta está en la creencia de que si no nos exigimos al máximo, fracasaremos. Y claro, la idea suena convincente, sobre todo porque vivimos en una sociedad que ensalza el esfuerzo y está obsesionada por mejorar cueste lo que cueste.
Desde pequeños, muchos hemos internalizado la idea de que el amor y la validación son condicionales. Que solo somos dignos de aprecio si sacamos buenas calificaciones, si somos los mejores en el trabajo o si cumplimos con las expectativas de los demás. Este patrón, aunque invisible, nos lleva a tratarnos como si fuéramos proyectos inacabados que siempre necesitan un empujón más. Así, sin darnos cuenta, convertimos la autoexigencia en una forma de autocastigo.
Creemos que ser duros con nosotros nos hace mejores. Confundimos la exigencia con la autoflagelación. Creemos que si nos tratamos con severidad, seremos más productivos, más exitosos, más… todo. Pero lo cierto es que la autocrítica destructiva y despiadada no nos hace crecer, sino que nos paraliza y discapacita.
La cultura de la productividad tóxica nos ha vendido la idea de que si no estamos superándonos constantemente, fallamos. Las redes sociales, con sus vidas perfectas y sus logros espectaculares, también alimentan esa narrativa, empujándonos a compararnos con estándares irreales. Y cuando no los alcanzamos, nos castigamos por no ser lo suficientemente buenos. Es un ciclo agotador y, obviamente, completamente innecesario.
Piensa en ello: si te machacas cada vez que te equivocas, ¿qué ganas? ¿Motivación? No. ¿Sentirte mejor? Tampoco. Lo más probable es que solo desarrolles miedo a intentarlo de nuevo, que tu autoestima se hunda un poco más y que la sensación de autoeficacia desaparezca.
Cuando nos tratamos con tanta dureza, no solo nos hacemos daño a nosotros mismos, sino que también perpetuamos un modelo social que premia el sacrificio sobre el bienestar. Nos convertimos en cómplices de un sistema que valora más el “cuánto aguantas” al “cómo estás”. Así, sin querer, replicamos y transmitimos esa mentalidad a los demás, creando un círculo vicioso de exigencia y frustración que se autoalimenta.
La regla de oro invertida nos brinda una salida: cambiar la forma en que asumimos nuestros errores y nuestras limitaciones. Cambiar la forma en que nos hablamos y tratamos. Cambiar, en definitiva, la forma en que nos vemos.
¿Cómo aplicar la regla de oro invertida para convertirte en tu mejor aliado?
- Hazte una pregunta incómoda. La próxima vez que te critiques, vapulees o te dediques uno de esos comentarios demoledores, pregúntate: “¿Le diría eso a una persona que quiero?”. Si la respuesta es no, detente.
- Cambia el tono. En lugar de decirte “¿Cómo pudiste ser tan estúpido?”, prueba con un “Vaya, esto no ha salido como esperaba. ¿Qué puedo aprender?”. No es autoindulgencia, es sentido común.
- Date permiso para equivocarte. Sí, lo sé. Da repelús. Pero equivocarse forma parte del proceso de crecimiento. Trátate como tratarías a un amigo que está aprendiendo algo nuevo: con paciencia y hasta con un poco de humor.
La regla de oro invertida no es un llamado al narcisismo ni a la autocomplacencia. Es, simplemente, un recordatorio de que tú también mereces el trato amable que das a los demás.
La autoempatía – algo de lo que solemos carecer – no es un tobogán hacia el narcisismo, es simplemente dejar de autosabotearse. Y no, no debilita. Lo que debilita es ir por la vida con un discurso interno que haría sonrojar al mismísimo Hannibal Lecter.
Así que la próxima vez que esa voz crítica aparezca para recordarte todo lo que has hecho mal, respira profundo y recuerda: no eres tu némesis. Y si sigues pensando que darte un respiro es una debilidad, pregúntate quién se beneficia de que seas tu propio peor enemigo. (Spoiler: no eres tú).
Referencias Bibliográficas:
Altuna, B. (2023) La regla de oro Significado, historia y dificultades de aplicación. Ideas y Valores; 71(180): 10.15446.
Landau, I. (1958) Finding meaning in an imperfect world. Oxford University Press: Nueva York.
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