“¡Don’t worry, be happy!” – no te preocupes, sé feliz – es probablemente una de las frases más icónicas de la cultura occidental moderna. Continuamente nos bombardean con mensajes que nos animan a ser felices, sonreír y autorrealizarnos.
Por supuesto, la idea de fondo no tiene nada de malo. Si no fuera porque este tipo de mensaje se ha difundido y tergiversado hasta tal punto que el mandamiento “sé feliz” ha llegado a convertirse en una nueva fórmula de dominación, según el filósofo Byung-Chul Han.
De la felicidad revolucionaria al «sé feliz» que somete
Antiguamente, se pensaba que la felicidad era simplemente algo que sucedía. De hecho, el término inglés happiness proviene de “happ”, que significa ocasión o fortuna mientras que en castellano proviene del término en latín felix, que a veces significa suerte y, otras destino.
Fue con la Ilustración que filósofos como Voltaire y Rousseau difundieron la idea de que felicidad no era un capricho del destino ni un don divino, sino algo que todos deberíamos alcanzar aquí y ahora.
Curiosamente, la idea de que “el ser humano tiene derecho a ser feliz y es misión del gobernante conseguirlo”, como escribiera Queralt, dio lugar a la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre (Francia, 1789), que establecen el derecho a “la felicidad de todos”.
Sin embargo, en aquel momento se entendía que eran necesarios cambios sociales y económicos que garantizaran a las personas las condiciones mínimas para poder ser felices. En las últimas décadas esa concepción ha ido cambiando, de manera que la búsqueda de la felicidad ha dejado de ser revolucionaria para convertirse en algo más parecido a una herramienta de dominación.
“En la sociedad neoliberal del rendimiento, las negatividades, tales como las obligaciones, las prohibiciones o los castigos, dejan paso a positividades tales como la motivación, la autooptimización o la autorrealización. Los espacios disciplinarios son sustituidos por zonas de bienestar”, hizo notar Han.
Como resultado, la felicidad deja de comprenderse como una conquista social para ser vista como un capital emocional positivo que debe proporcionar una capacidad de rendimiento ininterrumpida. Los poderes formales y fácticos se dieron cuenta de que ya no necesitaban establecer férreas prohibiciones o castigos porque bastaba la propaganda neoliberal de la felicidad para promover la automotivación, de manera que la propia persona se somete, sin ser siquiera consciente de ese sometimiento, todo para conseguir lo que le han dicho que la hará feliz.
Esa persona cree que es libre porque se está «autorrealizando» y buscando su felicidad. No percibe que se explota voluntariamente a sí misma siguiendo los mandamientos de una fuerza externa. Como dijera Han, en la sociedad moderna “la libertad no se reprime, sino que se explota. El imperativo de ser feliz genera una presión que es más devastadora que el imperativo de ser obediente”.
Excomulgar el dolor nos sume en un estado de anestesia permanente
Han señala que el poder asume una forma positiva en el régimen neoliberal. “A diferencia del represivo poder disciplinario, el poder elegante no duele. El poder se desvincula por completo del dolor. Se las arregla sin necesidad de ejercer ninguna represión. La sumisión se lleva a cabo como autooptimización y autorrealización”.
Ese tipo de poder opera de manera más seductora y permisiva disfrazándose de libertad cuando en realidad es más represivo que el antiguo poder disciplinario, contra el cual al menos podíamos rebelarnos porque éramos conscientes de su existencia. Como resultado, el dispositivo neoliberal de la felicidad nos distrae del dominio al que nos sometemos ¿voluntariamente? empujándonos a un estado de introspección donde todo se subjetiviza.
En práctica, el mandamiento “sé feliz” se encarga de que cada uno se ocupe solo de sí mismo, de su propios problemas y conflictos, en lugar de cuestionar críticamente la situación social. Al unísono, el dolor y el sufrimiento – que son la otra cara de la alegría y la felicidad – se privatizan convirtiéndose únicamente en un asunto personal.
Así se transmite la idea de que lo que hay que mejorar no son las situaciones sociales o económicas, sino los estados anímicos de las personas. La sociedad deja de ser responsable de la felicidad o el sufrimiento de sus miembros para traspasar esa responsabilidad sobre los hombros de cada uno de ellos. Al decir de Zygmunt Bauman, convierte en personales los problemas sistémicos ante los que el individuo se siente atrapado e indefenso.
Y cuando esa persona cae precisamente en la frustración o la depresión, la «vía de escape» es recurrir a los analgésicos de las emociones prescritos masivamente para no pensar en la causa de ese dolor y sufrimiento. Anestésicos que no solo se recetan en forma de pastillas, sino que también se suministran a través de los medios de comunicación, los videojuegos tan populares en los últimos tiempos o las redes sociales.
Como resultado, Han señala que quienes tienen la visibilidad y, por ende, mayor influencia, ya no son los auténticos revolucionarios que quieren cambiar las cosas, sino los coach motivacionales e influencers de turno que se encargan de que no aflore el descontento, y mucho menos el enojo en un mundo cada vez más desigual.
Esa anestesia social permanente impide cualquier tipo de reflexión profunda. Al embotar el sufrimiento y el dolor – potentes agentes dinamizadores del cambio – también se elimina la capacidad de reacción. “La sociedad neoliberal se inmuniza ante la crítica insensibilizando”, como dijera Han.
Por eso, “en lugar de revolución lo que hay es depresión”. Mientras nos esforzamos en vano por curar nuestra alma, perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los desajustes sociales. Cuando nos sentimos afligidos por la angustia y la inseguridad no buscamos respuestas en la sociedad, sino que nos culpamos a nosotros mismos porque no podemos ser tan felices o exitosos como el influencer que seguimos en las redes sociales.
“Los dolores crónicos que podrían interpretarse como síntomas patológicos de la sociedad del cansancio no lanzan ninguna protesta” porque el sufrimiento pierde toda conexión con el poder y el dominio convirtiéndose en un asunto médico y personal. “La exigencia de optimizar el alma en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de poder establecidas, oculta las injusticias sociales”.
De hecho, el imperativo de ser felices aísla aún más a las personas obligando a cada uno a preocuparse única y exclusivamente por aquello que le hace feliz, en vez de intentar comprender aquello que causa sufrimiento a todos.
Al final, la idea neoliberal de la felicidad termina cosificándola ya que no es nada más que la suma de sensaciones positivas que prometen un aumento del rendimiento y la satisfacción, quedando sujeta a la lógica de la optimización.
En cambio, la verdadera felicidad no existe al margen del sufrimiento. “Es justamente el dolor lo que preserva a la felicidad de cosificarse. Y le otorga duración. El dolor trae la felicidad y la sostiene. La felicidad doliente no es un oxímoron”, como apuntara Han.
“La dicha profunda contiene un factor de sufrimiento. Si se ataja el dolor, la felicidad se trivializa y se convierte en un confort apático. Quien no es receptivo al dolor también se cierra a la felicidad profunda”. Por tanto, quizá ha llegado el momento de preguntarnos si realmente estamos buscando nuestra felicidad o estamos persiguiendo el espejismo de felicidad que ha popularizado el sistema neoliberal.
Fuentes:
Han, B. (2021) La sociedad paliativa. Barcelona: Herder.
Han, B. (2021) La obligación de ser feliz. En: Ethic.
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