Mientras paseaba por una carretera a las afueras de la ciudad de Arizona, Vivian Gornick vivió “un hecho insólito que hizo que su escenario se desmoronara”, según sus propias palabras. A sus 60 años recién cumplidos, la destacada periodista y escritora hizo un hallazgo desconcertante: se dio cuenta de que nunca se “había comprometido sin límites con la vida”.
Cuenta en su libro “La mujer singular y la ciudad” que tenía grandes metas y deseaba cambiar muchas cosas de sí misma, pero le resultaba más fácil soñar despierta, “deseando que las cosas fueran diferentes para ser diferente ella misma”, que comprometerse con el cambio y ponerse manos a la obra.
En el fondo, lo que la detenía eran sus miedos. Esos miedos atávicos que todos arrastramos y que, aunque no siempre reconocemos, se convierten en un límite que nos impide ser la persona que podríamos y querríamos ser.
Gornik se propuso tomarse en serio la tarea. Y comprendió que para vivir plenamente necesitaba “amar más la vida de lo que amaba a sus miedos”.
El apego a los miedos
Aunque parezca absurdo, no nos apegamos únicamente a las cosas y relaciones que nos hacen sentir bien. También podemos apegarnos a situaciones que nos dañan porque estas contribuyen a mantener un equilibrio que, si bien puede ser precario o incluso insatisfactorio, es el único que conocemos y nos reporta cierta seguridad.
Los miedos nos ayudan a mantenernos en nuestra zona de confort. Son una especie de guardianes. Nos avisan que, si no les prestamos atención, iremos por nuestra cuenta y riesgo. De hecho, muchas veces los escenarios que despliegan esos miedos ante nuestros ojos son tan terribles que terminan convenciéndonos de que estamos mejor bajo su ala.
Entonces nos apegamos a esos temores como si fueran una tabla salvavidas. Quizá nos damos cuenta de que esos miedos no nos permiten avanzar, pero también nos damos cuenta – al menos inconscientemente – de que tampoco tendremos que arriesgarnos demasiado. Así mantenemos un equilibrio mediocre durante gran parte de la vida.
Nuestros miedos, que en un principio debían cumplir solo una función protectora, se convierten en culpas y excusas, barrera y escudo con los que nos mantenemos “a salvo de la vida”, aunque ese mantenerse a salvo implique no vivir plenamente.
El temor más paralizante
Cuando se trata de alcanzar nuestra mejor versión, existe un miedo altamente paralizante: el temor a no estar a la altura. No se trata del miedo al fracaso, sino del miedo a intentarlo, pero quedarnos a un palmo de la meta. Haberlo hecho bien, pero no lo suficiente. Habernos esforzado y darnos cuenta de que no pudimos alcanzar la meta añorada.
Lo que nos asusta no es el “fracaso” en sí, sino lo que ese intento fallido dice de nosotros, el golpe a nuestro ego. Para evitar que ese miedo se materialice, muchas veces preferimos evitar el riesgo, mantenernos en nuestra zona de confort, donde no crecemos, pero al menos nos sentimos a salvo.
Optamos por no comprometemos. Hacemos las cosas necesarias, aquellas imprescindibles, pero no nos entregamos por completo a la consecución de la meta. De esa forma, si se cumplen los peores presagios, tendremos una excusa para proteger a nuestro ego dolorido.
Soltar amarras para ser la mejor versión de ti mismo
La única manera para alcanzar nuestra mejor versión y vivir de manera más plena consiste en superar nuestros miedos. No significa deshacernos de ellos por completo sino seguir adelante a pesar de ellos.
Debemos ser conscientes de que muchos de nuestros temores más profundos y paralizantes se han formado en nuestros primeros años de vida. En aquel momento, tenían una función protectora porque éramos vulnerables, pero ahora es probable que no tengan razón de ser.
Es probable que otros temores que dan forma a nuestro mundo ni siquiera sean fruto de nuestras experiencias directas, sino que los hayamos heredado de nuestros padres u otras figuras de autoridad. Nuestros padres no solo pueden transmitirnos el miedo a volar o a los espacios cerrados sino también miedos mucho más limitantes como el temor al fracaso, a no estar a la altura o al rechazo social.
Superar esos miedos es una decisión consciente que implica apostar por nosotros y comprometernos con nuestro crecimiento para darnos la oportunidad de llegar hasta donde podamos llegar y ser todo lo que podamos ser. Así podremos “volver a ese lugar del espíritu en el que es aceptable hacer el esfuerzo”, como dijera Gornick.
Deja una respuesta