“Quien no se mueve, no siente las cadenas”, dijo Rosa Luxemburgo. Y, sin embargo, la principal victoria de los tiempos modernos es precisamente achantar a las personas para que no corran el riesgo de que, al moverse, se den cuenta de que siguen siendo prisioneras.
La ilusión de que pueden decidir les hace pensar que son libres, cuando en realidad la mayoría de esas elecciones provienen del conformismo o, de lo que es aún peor, un vano intento por diferenciarse de la masa sin atreverse a distanciarse realmente de ella.
La ceguera al conformismo
Erich Fromm pensaba que nuestro “deseo de fusión interpersonal, el impulso más poderoso que existe en el hombre”, constituye la “fuerza que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a la sociedad”. Ese deseo de conexión nos lleva a desear formar parte de un grupo.
“Sin amor, la humanidad no podría existir un día más. Sin embargo, si llamamos ‘amor’ al logro de la unión interpersonal, nos vemos frente a una seria dificultad”. Y es que, para garantizar ese vínculo, a menudo nos sometemos a los designios sociales y establecemos relaciones de dependencia en las que se diluye nuestro “yo” sin ser plenamente conscientes de ello.
“La mayoría de las personas ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos – y que simplemente sucede que sus ideas son iguales que las de la mayoría.
“El consenso de todos sirve como prueba de la corrección de ‘sus’ ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias menores: las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido demócrata en lugar del republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario ‘sé distinto’ nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna”, advertía Fromm.
El concepto de igualdad como medio de manipulación y alienación
“Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias se relaciona estrechamente con el concepto y la experiencia de igualdad, tal como se está desarrollando en las sociedades industriales más avanzadas».
Fromm analiza que la expansión de la filosofía del iluminismo introdujo un concepto erróneo, fundamentalmente de la mano de Kant: todos somos iguales.
Sin embargo, Fromm apuntaba que “si bien es cierto que todos somos uno, también lo es que cada uno de nosotros constituye una entidad única, un cosmos en sí mismo”, por lo que las diferencias entre los individuos también deben reconocerse y respetarse, en vez de intentar borrarlas o fingir que no existen.
La idea de igualdad llevada al extremo se presta a la tergiversación y no pocas veces se usa como medio de manipulación e incluso alienación para multiplicar la conformidad social y acallar las voces disidentes.
De hecho, “en la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en día, igualdad significa ‘identidad’ antes que ‘unidad’. Es la identidad de las abstracciones, de los hombres que trabajan en los mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idénticos pensamientos e ideas”, escribió Fromm.
La trampa de la rutina
“La sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada porque necesita átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción. Todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en masa requiere la estandarización de los productos, así el proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es llamada ‘igualdad’”, señalaba Fromm.
Según este psicólogo, ese patrón de conformidad comienza a introducirse a la edad de tres o cuatro años, que es justo cuando comienza el proceso de individualización. Y a partir de ese momento, la persona ya nunca pierde el contacto con el rebaño, al que cree necesitar más que nada en el mundo.
Fromm explica que la unión que se produce por medio del conformismo está dictada por la rutina. “El hombre se convierte en ‘ocho horas de trabajo’, forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios. Tiene muy poca iniciativa, sus tareas están prescritas por la organización laboral; incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los peldaños inferiores de la escala y los que han llegado más arriba.
“Incluso los sentimientos están prescritos: alegría, tolerancia, responsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están rutinizadas en forma similar, aunque no tan drástica. Los clubs del libro seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógrafos y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además, la propaganda respectiva.
“El resto también es uniforme […] Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y a la separatidad?”.
En ese contexto, no es extraño que en la sociedad occidental contemporánea aumente “la frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio”, los cuales “constituyen los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño”.
Ser conscientes de la existencia de ese mecanismo ya implica dar un paso de gigante. Significa escuchar el ruido de las cadenas.
Fuente:
Fromm, E. (2016) El arte de amar. Ediciones Paidós: Barcelona.
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