En 1999 investigadores de la Universidad de Cornell descubrieron que las personas menos competentes eran, precisamente, las menos proclives a reconocerlo. De hecho, en muchas ocasiones pensaban que estaban por encima de la media. A este fenómeno se le conoce como “Efecto Dunning-Kruger”.
Estos investigadores creían que las personas que tienen un conocimiento limitado en cierta área, no solo cometen errores lamentables sino que su incompetencia les impide darse cuenta de ellos. En práctica, el problema es que no tienen el conocimiento necesario como para darse cuenta de que se equivocan, lo cual les suele conducir a adoptar una actitud prepotente. Y el resto de nosotros pagamos las consecuencias.
Sesgo de igualdad: Si no eres capaz, yo tampoco
Ahora, investigadores de la Universidad de Teherán han dado continuidad a aquel experimento clásico realizando otro estudio muy interesante. Estos psicólogos reclutaron a voluntarios de Dinamarca, China e Irán, para tener una representación de diferentes culturas.
En el experimento, dos personas separadas veían dos imágenes sucesivas prácticamente idénticas, pero no del todo. En una de las imágenes, había un «objeto extraño». Las imágenes pasaron muy rápido y los dos participantes debían detectar en cuál de ellas se encontraba ese objeto diferente.
Contado así, parece una tarea muy sencilla. El truco radicaba en que ambas personas debían ponerse de acuerdo y elegir solo una imagen. Si había un desacuerdo, una tercera persona en la habitación indicaba quién había dado la respuesta correcta. En ese punto, los dos participantes sabían si su decisión había sido válida o no.
La pareja debía repetir este procedimiento con 256 imágenes. Así los investigadores se aseguraban de que ambos se conocieran lo suficiente como para saber cuál de los dos tenía el mayor porcentaje de aciertos. En práctica, estos psicólogos querían saber cómo nos comportamos ante una tarea si una persona es más capaz que otra.
De hecho, lo lógico sería que si notamos que la otra persona está más capacitada para la tarea que nos han asignado, confiemos más en ella y le demos mayor peso a su opinión. Sin embargo, eso no fue lo que ocurrió.
Los psicólogos descubrieron que el miembro menos capaz de la pareja desestimaba a menudo la opinión del otro. No obstante, lo más sorprendente fue que la persona más capaz también sobreestimaba la opinión del otro, devaluando la suya. En práctica, para mantener el equilibrio, cada quien actuaba como su pareja. Por tanto, ninguno de los participantes pareció notar que una de las personas era más capaz que la otra.
Los investigadores no se dieron por vencidos e incluyeron algunas variaciones en el experimento. En uno de ellas, leían la puntuación de respuestas correctas y erróneas de cada uno de los participantes, para intentar inclinar la balanza. En otro caso, complejizaron aún más la tarea para acentuar las diferencias entre las puntuaciones y, finalmente, les ofrecieron dinero por las respuestas correctas, pensando que quizá un incentivo económico los animaría a comportarse de manera diferente y priorizar la eficacia y decidir de manera racional.
Sin embargo, en todos los casos se apreció lo que estos psicólogos denominaron “sesgo de igualdad”. En práctica, si te sientes inferior, tendrás la tendencia a desvalorizar las opiniones ajenas y si te sientes superior, devaluarás las tuyas para ponerte al nivel del otro. Y mientras tanto, lo peor de todo es que fingimos que nada de eso ocurre.
¿Por qué fingimos que todas las opiniones tienen la misma validez?
El poder que ejerce el grupo sobre cada uno de sus integrantes es inmenso, aunque no siempre nos guste reconocerlo. Todos queremos formar parte del grupo porque así nos sentimos protegidos y sabemos que pertenecemos a algo mayor que nosotros mismos.
Por eso, la persona menos capaz siente la necesidad de autoafirmarse demostrando que puede aportar algo al grupo, mientras que la persona más capaz comprende que no debe herir los sentimientos de sus compañeros si desea que la colaboración prosiga.
En muchos casos, se trata de actitudes que asumimos de manera automática, ni siquiera lo pensamos sino que reaccionamos dejándonos llevar por nuestro instinto. Sin embargo, existe un límite. El sesgo de igualdad no es tan positivo como parece.
De hecho, fingir que todas las opiniones son igual de válidas puede llegar a ser contraproducente, sobre todo cuando estamos en grupos de trabajo o cuando es preciso que las personas aprendan. Dejarnos llevar por las opiniones de quienes están menos informados o incluso son víctimas de la ignorancia motivada puede llevarnos, paso a paso, al abismo.
Por supuesto, no se trata de desvalorizar la opinión de los demás ni de herir sus sentimientos. Cada persona es libre de exponer sus ideas, pero es preciso encontrar un equilibrio que nos permita ser más eficaces eligiendo las ideas mejores y más adecuadas a los objetivos que nos planteamos y las condiciones que tenemos.
Encontrar ese equilibrio despojándonos del sesgo de igualdad también potencia el aprendizaje del otro. Porque una cosa es segura: si no confrontamos sus creencias erróneas, estas se reafirmarán. Y cuando se reafirman en una masa crítica, el peligro de que un proyecto laboral, familiar o social descarrile es inmenso.
Fingir que algo no está sucediendo nunca es la solución, ni siquiera para evitar conflictos, sobre todo si la disensión nos permite crecer como personas y encontrar soluciones más eficaces para todos.
Fuente:
Mahmoodia, a. et. Al. (2015) Equality bias impairs collective decision-making across cultures. PNAS; 112(12): 3835-3840.
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