Tenemos muchos miedos. Quizá demasiados. Por suerte, cuando la vida discurre con normalidad logramos mantenerlos bajo control. Aparecen solo de vez en cuando como punzadas de ansiedad que luego se aplacan. Pero cuando las cosas se tuercen los miedos afloran. Y no nos abandonan. Se vuelven persistentes.
Uno de nuestros mayores temores es el miedo a la pérdida. Con mayúsculas. La pérdida de las personas que amamos. La pérdida de la estabilidad, aunque sea precaria. La pérdida de todo aquello por lo que hemos trabajado durante años. La pérdida, en fin, de lo conocido, eso que nos transmite seguridad.
Ahora, sin previo aviso, la tragedia nos ha puesto frente a frente con la posibilidad de que se produzca esa pérdida con mayúsculas. Nos ha lanzado de lleno en el mundo líquido que describió Zygmunt Bauman. Un mundo en el que todo gira a velocidad de vértigo y no tenemos asideros a los cuales aferrarnos. Un mundo en el que nos vemos obligados a vivir al día, olvidándonos de las seguridades que ayer nos reconfortaban, sin poder hacer planes porque no sabemos cómo será el mañana.
En ese mundo, lo impensable ha devenido rutina. Los pilares sobre los que habíamos construido nuestra cotidianidad se revelan vulnerables y nos damos cuenta de que son mucho más frágiles de lo que suponíamos. Ese descubrimiento nos aterroriza porque confirma que no hay certezas ni seguridades que duren toda una vida.
De hecho, más allá del desmoronamiento individual, nos asusta terriblemente intuir la implosión de un sistema que dábamos por sentado y que, a pesar de sus fallas y defectos, considerábamos sólido. Ese miedo que nos hace tambalear en realidad es un viejo conocido y nos remonta a la tragedia del Titanic.
El mensaje del Titanic grabado en el inconsciente colectivo
La historia del Titanic se ha quedado impresa en la memoria colectiva. Y no solo por la pérdida de vidas humanas sino por todo lo que representó y todas las sombras que proyecta hacia nuestro futuro.
El iceberg representa los peligros que permanecen ocultos pero que, en cualquier momento pueden salir a la superficie para golpearnos. Sin embargo, aunque esos peligros están ocultos, “nunca están a mayor distancia que la de una capa superficial de separación”, como advirtiera Bauman.
Sin embargo, lo que más nos aterroriza de la historia del Titanic no es el iceberg y los peligros que este representa sino “el caos que se produjo dentro, en las cubiertas y en las bodegas de ese transatlántico de lujo, como por ejemplo: la ausencia de un plan de evacuación y salvamento de los pasajeros que fuese sensato y viable en caso de hundimiento, o la acuciante escasez de botes salvavidas y flotadores”, según Bauman.
Como la White Star Line estaba «segura» de que el barco era «insumergible», tan solo lo equipó con 20 botes salvavidas que apenas sirvieron para evacuar a un tercio de los pasajeros. El Titanic, sin embargo, tenía espacio para 74 botes. Los tripulantes tampoco estaban preparados para hacer una evacuación de emergencia. El triste final ya es historia.
El Titanic fue una prueba de fuego que sacó a la luz nuestra imprevisión y vulnerabilidad. Nos demostró que no importa cuánto avancemos en la tecnología y cuán seguros de lo que hemos construido estemos, lo impensable nos acecha para golpearnos cuando menos lo imaginemos aprovechando las vulnerabilidades que siempre existen.
Aquella tragedia también provocó la resquebrajadura inmediata de unas normas sociales que todos daban por descontadas, pero que en el momento de la verdad se revelaron extremadamente frágiles.
Así, “Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipócrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está predicho salvo el medio mismo de predicción”, como escribiera Jacques Attali.
Síndrome del Titanic: El miedo a perder todo inesperadamente
Recordar la tragedia del Titanic hace aflorar algunos de nuestros miedos más profundos. Bauman los aglutinó bajo el concepto de “síndrome del Titanic”, que “consiste en el horror de caerse por las rendijas de la corteza de la civilización y precipitarse en esa nada, desprovista de los ‘ingredientes fundamentales de la vida organizada y civilizada’” tal y como la conocemos.
Esa vida organizada comprende nuestra rutina cotidiana perfectamente predecible y estructurada. Las normas sociales que rigen nuestras relaciones y nos permiten saber qué se espera de nosotros. El orden de la sociedad. La jerarquía de los valores. Cosas que, cuando desaparecen, nos dejan sin puntos cardinales. Desorientados y sin saber cómo reaccionar.
En esos casos, “los supuestos tácitos se desafianzan de golpe. Las secuencias acostumbradas de ‘causa y efecto’ se quiebran. Lo que llamanos ‘normalidad’ durante los días laborables o ‘civilización’ durante las ocasiones festivas demuestra ser, literalmente, frágil como el papel”, escribió Bauman. Y eso nos aterroriza porque nos deja sin asideros. Borra de un plumazo lo que hemos conocido para dibujar otra realidad en la que no sabemos cómo movernos.
“Los miedos que emanan del síndrome del Titanic son el miedo a un colapso o a una catástrofe que se abata sobre todos nosotros y nos golpee ciega e indiscriminadamete, al azar y sin ton ni son, y que encuentre a todo el mundo desprevenido y sin defensas. Existen, no obstante, otros temores no menos horrendos, o incluso más si cabe: el temor a ser separado en solitario de la multitud y a ser condenado a sufrir igualmente en solitario”, apuntó Bauman.
Es el miedo a que todo, tal y como lo conocemos, colapse. Y no exista fuerza individual o colectiva que lo sustente. Es el miedo a que los conceptos de justo e injusto pierdan su sentido, como suele suceder en medio de las catástrofes. Y todo eso aumenta nuestra inseguridad.
La lucha personal en la era poscoronavirus
Ahora mismo estamos atravesando una fase de supervivencia. La filosofía, la sociología y la psicología no parecen de gran ayuda cuando el objetivo es salvar vidas. Pero ya podemos ir intuyendo los cambios psicológicos que vendrán.
Una disrupción tan grande deja huellas. Es ingenuo pensar que no será así y que podemos cerrar ese capítulo de nuestra historia sin sufrir efectos secundarios. Este tipo de disrupciones erosionan nuestra confianza en el sistema y en nosotros mismos. Nos arrebatan toda sensación de control. Afloran nuestros peores miedos. Y nos dejan claro que somos vulnerables, mucho más de lo que querríamos reconocer.
Por tanto, cuando todo termine tendremos que luchar para recuperar cierto nivel de confianza y seguridad que nos permitan vivir sin esa sensación de aprehensión constante que dispara el miedo a que la disrupción vuelva a poner del revés nuestras vidas.
Los icebergs que nos esperan fuera son muchos y de las más diversas naturalezas. No se trata de cerrar los ojos y vivir de espaldas a ellos fingiendo que no existen, como hacíamos antes, sino de aprender a convivir con ellos. Aceptar su existencia. Aceptar que la tragedia puede golpearnos. Y prepararnos psicológicamente para ello. Reconocer nuestra vulnerabilidad. Para así darnos cuenta de que cada día es un regalo.
Fuente:
Bauman, Z. (2007) Miedo líquido. Barcelona: Ediciones Paidós.
Deja una respuesta