Desde hace siglos la obediencia se considera una virtud, un valor deseable que los padres inculcan a sus hijos. En contraposición, la desobediencia se denigró a la categoría de pecado o antivalor. Esta concepción está tan arraigada en nuestra mente que nuestra opción por defecto suele ser obedecer. Sin embargo, no podemos ser realmente libres y ni siquiera podemos ser nosotros mismos sin actos de desobediencia.
¿Qué es la desobediencia – y qué no es?
El término obediencia proviene del latín oboedientia, que indica saber escuchar con atención. Cuando practicamos la escucha atenta comprendemos y analizamos el mensaje, de manera que podemos discernir y, sobre todo, decidir si seguimos la instrucción o no. Por tanto, implica libertad. Sin embargo, con el paso de los siglos el sentido original de la obediencia ha mutado, de manera que en la actualidad se entiende como cumplir la voluntad de quien manda.
Erich Fromm, psicoanalista y psicólogo social, brinda una concepción más compleja y rica de la obediencia y su antítesis, la desobediencia. “La desobediencia, en el sentido en el que se usa el término, es un acto de afirmación de la razón y la voluntad. No es tanto una actitud contra algo, sino más bien una actitud hacia algo, que implica la capacidad humana de ver, expresar lo que ve y rechazar lo que no ve”. Por tanto, la desobediencia no sería un antivalor sino, en ciertas circunstancias, un acto de coherencia, discernimiento y reafirmación personal.
Fromm también destierra la asociación errónea que se ha creado entre la desobediencia y la violencia. “Para desobedecer no es necesario que el hombre sea agresivo ni rebelde: basta que tenga los ojos abiertos, que sea despierto y desee asumir la responsabilidad de abrir los ojos a quienes corren el riesgo de morir por haberse sumergido en un estado de somnolencia”. Por tanto, la desobediencia es también un acto consciente.
“No quiero decir que toda desobediencia es una virtud y toda obediencia un vicio […] El ser humano que solo es capaz de obedecer, y no de desobedecer, es un esclavo. En cambio, quien solo es capaz de desobedecer es un rebelde (no un revolucionario) que actúa movido por la ira, la desilusión y el resentimiento, no en nombre de una convicción o un principio”.
Para Fromm, la desobediencia no es un acto gratuito de simple rebeldía, sino el fruto de una profunda convicción, una acción racional que nos permite reafirmarnos como personas y defender nuestros derechos. No nace de la desesperación, la frustración o el simple rechazo sino de la seguridad y la confianza personal. No es una postura contra algo – aunque lo implique – sino una postura dirigida a defender algo.
En su libro «Sobre la desobediencia y otros ensayos» también perfila la única excepción que, a su juicio, puede justificar la obediencia. La obediencia es válida cuando implica aceptar la autoridad de otra persona o institución de manera consciente y meditada porque nuestros objetivos van en la misma dirección de quien reclama obediencia, de manera que ese acto no es una sumisión ciega sino que resulta conveniente para ambas partes.
Obediencia heterónoma y autónoma, la trampa de la conciencia autoritaria
Fromm va un paso más allá al establecer una diferenciación importante entre los tipos de obediencia. Explica que “la obediencia a una persona, institución o poder (obediencia heterónoma) equivale a sumisión; implica la abdicación de la propia autonomía y la aceptación de una voluntad o un juicio externo en sustitución del propio”. Esa es la obediencia más común en nuestros días. Es la obediencia que surge de la ignorancia motivada, la dejadez y la abdicación del poder personal.
En cambio, “la obediencia a la razón propia o las convicciones (obediencia autónoma) es un acto de afirmación, no de sumisión. Si mis convicciones y mi juicio son realmente míos, forman parte de mí. Por tanto, si los sigo, en vez de apropiarme de los juicios de los demás, soy yo mismo”.
Sin embargo, Fromm también nos advierte de una trampa social en la que es muy fácil caer: confundir la obediencia autónoma con la conciencia autoritaria.
La conciencia autoritaria es la voz interiorizada de una figura de autoridad, una voz a la que obedecemos porque tememos disgustarla. Básicamente, la conciencia autoritaria de Fromm equivale al concepto de superyó de Freud, el cual aglutina todas las prohibiciones impuestas, primero por los padres y luego por la sociedad, que aceptamos por miedo al castigo y el rechazo.
Obviamente, obedecer a la conciencia autoritaria, a ese diálogo interno que nos dice lo que “debemos hacer” desoyendo lo que queremos o incluso aquello que nos haría estar mejor, es como obedecer a un poder extraño, aunque ese poder se haya interiorizado. Esa conciencia autoritaria en realidad es una obediencia heterónoma disfrazada que nos confunde para hacernos creer que hacemos lo que queremos, cuando en realidad obedecemos a los patrones de comportamiento que nos han inculcado.
¿De dónde surge nuestra tendencia a la obediencia?
Cuando obedecemos a nuestra conciencia autoritaria lo que hacemos es ceder a las normas, reglas y valores que hemos introyectado, sin llegar a cuestionarnos su validez y pertinencia. De hecho, se trata de una obediencia meticulosamente diseñada a nivel social cuando, en cierto punto de la historia, fue necesario desarrollar una obediencia interior que sustituyera aquella impuesta por la fuerza y el temor.
Al equiparar la obediencia con una cualidad positiva, es comprensible que todos desearan obedecer. Con esa herramienta en mano, durante gran parte de la historia una minoría ha logrado dominar a una mayoría. Sin embargo, con la conciencia autoritaria no solo perdemos la capacidad de desobedecer, sino que ni siquiera somos conscientes del hecho de que obedecemos.
Por supuesto, esa no es la única razón por la cual tendemos a obedecer.
Fromm señala que “cuando obedecemos a poderes superiores, llámese Estado, Iglesia u opinión pública, nos sentimos más seguros y protegidos. No podemos cometer errores y nos liberamos de la responsabilidad”. La obediencia nos libra de la responsabilidad de tomar las riendas de nuestra vida, nos evita el esfuerzo de decidir y, sobre todo, la frustración al equivocarnos. Por esa razón, en muchos casos es más fácil someterse al poder que apostar por la libertad propia.
De hecho, la obediencia responde, en última instancia, al miedo a la libertad y lo que ella conlleva. “Una persona puede ser libre mediante un acto de desobediencia aprendiendo a decir ‘no’ al poder”. Sin embargo, si sentimos vértigo ante la libertad, no podemos desobedecer porque ambos conceptos están indisolublemente unidos.
La conciencia humanista como vía de reafirmación personal
A la conciencia autoritaria Fromm contrapone la conciencia humanista. “Es la voz que se encuentra presente en cada ser humano, independientemente de los premios y castigos externos. La conciencia humanista se basa en el hecho de que tenemos una cognición intuitiva de lo que es humano e inhumano, de lo que favorece la vida y aquello que la destruye. Esta conciencia es indispensable para nuestro funcionamiento como ser humano”.
Sin embargo, “la obediencia a la conciencia autoritaria tiende a debilitar la conciencia humanista, la capacidad de ser y de juzgar por uno mismo”, apuntó Fromm. Por tanto, tenemos que aprender a conectar con nosotros mismos más allá de los convencionalismos sociales para preguntarnos qué es lo justo y lo injusto, qué nos hace bien y qué nos daña, qué nos apetece realmente y qué detestamos. Una vez que encontramos esa conexión, solo nos resta ser fieles a ella, aunque eso implique desobedecer ciertas normas.
“Para desobedecer hay que tener el coraje de estar solo, equivocarse y pecar. Aunque el coraje no basta […] Solo quien se ha constituido como individuo completamente desarrollado y ha adquirido la habilidad de pensar y sentir autónomamente, puede tener el coraje de decir ‘no’ al poder, de desobedecer”, indicó Fromm.
Fuente:
Fromm, E. (2001) Sobre la desobediencia y otros ensayos. Barcelona: Paidós Ibérica.
Julián dice
Quiero agradecerte por todo lo que escribes
Son como un mantra o sufras en mi vida.