Los adultos hemos olvidado cómo se juega. Y hemos olvidado la enorme satisfacción que genera el juego. En una sociedad obsesionada con los resultados y la productividad, el juego no tiene cabida. Por eso no es extraño que los adultos terminemos arruinando el juego infantil, restándole todos aquellos componentes que lo hacen precisamente tan especial e importante.
¿Cómo los adultos dañan el juego infantil?
1. Dirigir el juego
Uno de los principales errores que cometen los adultos consiste en dirigir el juego infantil. Los adultos se convierten en árbitros de lo que está bien y mal en el juego, dictan las normas y se cercioran de que los niños las cumplan. De esta manera los adultos terminan asumiendo el rol de director de orquesta, haciendo que los niños jueguen al ritmo que ellos marcan.
El problema es que el juego directivo, ese en el que hay que seguir una serie de reglas precisas, no deja espacio para la espontaneidad ni ofrece las mismas oportunidades para que los niños se desarrollen. El juego no es una simple actividad lúdica para que los niños pasen el tiempo y se entretengan, sino que les permite ir desarrollando habilidades que serán esenciales para su vida adulta. Si los niños juegan sometidos continuamente al control de los adultos, disminuirán las oportunidades para que puedan crecer.
2. Intervenir en el juego cada vez que ocurre algo
En las últimas décadas la tendencia sobreprotectora de los padres ha ido en aumento, por lo que no es extraño que incluso aquellos que brindan cierta libertad a sus hijos para que jueguen, estén supervisando atentamente la actividad para intervenir ante el menor problema. Cual padres helicóptero, se lanzan a “ayudar” a los niños para resolver los percances.
Sin embargo, a menos que la seguridad de los pequeños esté en riesgo, los adultos deberían intervenir lo menos posible en las interacciones infantiles. Es normal que durante el juego surjan roces y conflictos, pero los niños deben solucionarlos entre ellos mismos – o al menos dejar que lo intenten. Solo así desarrollarán las habilidades de resolución de conflictos que necesitan para su vida adulta, aprenderán a ceder, desarrollarán el autocontrol y abandonarán la posición egocéntrica.
3. Exigir resultados en el juego
Lo maravilloso del juego libre es que no existe un resultado a alcanzar. Los niños no deben ser productivos ni alcanzar un resultado, sino que juegan por el placer que les aporta jugar. Ese tipo de juego promueve el estado de “participación plena” al que hicieron referencia Abraham Maslow y Mihaly Csikszentmihalyi. Se trata de un estado de flujo y de atención relajada que garantiza experiencias óptimas y da rienda libre al “yo”.
Cuando los adultos transmiten expectativas sobre el resultado del juego a los niños matan automáticamente esa espontaneidad. El juego deja de ser una actividad libre para enfocarse en un objetivo, lo cual lo despoja en gran parte del disfrute que debería generar. Si los adultos corrigen los supuestos errores infantiles durante el juego, sobre todo en el juego artístico, les están transmitiendo sus expectativas y la idea de que cuenta más el resultado que el proceso. Y eso desvirtúa en gran parte la esencia del juego.
Jugar no es una actividad sino un estado mental
“Lo opuesto del juego no es el trabajo, es la depresión”, escribió el psiquiatra Stuart Brown, quien lleva décadas trabajando con personas que han intentado quitarse la vida. De hecho, jugar no es una actividad sino un estado mental al que no deberíamos renunciar en la adultez.
Jugar significa redescubrir el placer por explorar y asombrarse ante las cosas más sencillas, recuperar la espontaneidad, deshacerse de las ideas preconcebidas y liberarse de la presión por alcanzar resultados. También significa entregarse por completo a la experiencia, sin expectativas, liberando la mente para que pueda encontrar nuevas respuestas o simplemente plantearse nuevas preguntas.
Recordemos que no dejamos de jugar porque envejecemos, sino que envejecemos porque dejamos de jugar. Por tanto, no solo debemos asegurarnos de no entorpecer el juego infantil sino que deberíamos recuperarlo nosotros mismos, por el bien de nuestra salud mental.
En cualquier caso, la mejor manera de supervisar el juego infantil consiste en mantener una presencia discreta en un segundo plano, interviniendo solo cuando es imprescindible para brindar sugerencias que ayuden a los niños a crecer.
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