La culpa es uno de los sentimientos más angustiosos y paralizantes que podemos experimentar. Una vez que nace, se adhiere a la conciencia como una pátina de la que nos resulta difícil desprendernos. Cual hidra de mil cabezas, suele volver incluso cuando la dábamos por desaparecida.
Lo peor de todo es que podemos llegar a sentirnos culpables prácticamente por cualquier cosa, por lo que hemos hecho o dejado de hacer, por lo que pensamos o por lo que sentimos, por las palabras dichas o las que hemos callado…
En realidad, no es extraño que la culpa nos consuma ya que somos hijos de una “cultura inculpadora” que arrastra el pecado original desde hace siglos. Ergo, todos creemos que debemos expiar una culpa, aunque no tengamos muy clara su razón de ser.
De hecho, los estudios etnológicos han descubierto que los samoanos son más propensos a dejarse llevar por las tentaciones que los estadounidenses, pero también son menos proclives a sentir remordimiento o culpa después de la transgresión.
Lo curioso es que la cultura occidental planta la semilla de la culpa a una edad muy temprana. Otras investigaciones han comprobado que los niños estadounidenses de apenas 2 y 3 años ya han desarrollado una tendencia mayor a sentirse culpables después de cometer una transgresión que los niños taiwaneses.
No es lo mismo sentir culpa que ser culpable
La culpa adquiere muchas formas, casi tantas como personas y situaciones. No obstante, en sentido general podemos experimentar cinco tipos de culpa primordiales:
1. Culpa «sana»
Se trata de la “culpa de manual”, esa que experimentamos cuando hacemos algo mal. Puede deberse al daño que hemos causado a otra persona – ya sea de manera intencional o no – o incluso a una violación de nuestro propio código ético. Podemos sentirnos culpables, por ejemplo, por mentir o insultar. También solemos sentirnos culpables cuando retomamos viejos hábitos dañinos que creíamos enterrados definitivamente en el pasado, como fumar o beber.
Este tipo de culpa no es negativa en sí misma – o al menos no tan negativa. Si hemos hecho algo mal, la culpa nos lo advierte. Activa la sensación de responsabilidad por el daño causado y genera una sensación de remordimiento o arrepentimiento, un estado psicológico que nos empuja a a intentar reparar lo que hemos hecho mal. En estos casos, lo más importante es no recriminarnos demasiado y asumir una actitud proactiva dirigida a compensar nuestro error. Podemos disculparnos con la persona y/o pensar en lo que debemos hacer para no volver a comportarnos así. Caso cerrado. Punto.
2. Culpa por negligencia
Es ese tipo de culpa que experimentamos cuando no hacemos algo que debíamos haber hecho o que queríamos hacer. Es la culpa que sentimos cuando, por ejemplo, sabemos que el deber nos llama, pero decidimos hacer otra cosa que nos resulta más placentera o satisfactoria. Se genera cuando procrastinamos o postergamos decisiones importantes y las cosas terminan saliendo mal. De hecho, este tipo de culpa suele generarse a partir de la inacción, cuando no ejercemos el autocontrol y sucumbimos a nuestros primeros impulsos.
Este tipo de culpa es difícil de gestionar porque, estrictamente hablando, no hicimos nada malo, el problema es que nos castigamos por lo que dejamos de hacer. Nos castigamos por la pereza o la indiferencia. O quizá por no haber sido capaces de anticiparnos a las consecuencias de nuestra negligencia. Para liberarnos de este tipo de culpa debemos reconocer esos pensamientos desagradables y aceptarlos, aunque en un primer momento nos hagan sentir mal. A la larga, la aceptación radical resultará liberadora.
3. Culpa imaginaria
La culpa suele arrastrarnos a un terreno resbaladizo, por lo que muchas veces surge de creencias irracionales. Por tanto, si estamos convencidos de que hicimos algo mal, nos sentiremos tan culpables como si lo hubiéramos hecho. Algunas personas, por ejemplo, pueden culparse por el distanciamiento de otra, asumiendo que han hecho algo malo cuando realmente no es así. Las personas también suelen culparse por los accidentes que sufren sus seres queridos, aunque en realidad no podían anticiparse a los acontecimientos y hacer algo para impedirlos.
En estos casos, antes de empezar a acusarnos a nosotros mismos de haber cometido un delito y sentarnos en el banquillo de los acusados, debemos pasar nuestras ideas por la “prueba de la realidad”. Ante todo, necesitamos asegurarnos de que el hecho ocurrió realmente y no existe solo en nuestra imaginación o es producto de una distorsión de nuestros recuerdos. Si el hecho por el que nos estamos culpando realmente se produjo, el segundo paso consiste en dilucidar nuestro grado de responsabilidad. Es probable que estemos exagerando nuestro poder para cambiar el flujo de los acontecimientos.
4. Culpa por limitación
A veces creemos que somos Superman. Solemos creer que podemos hacer más por los otros. Ayudarles más. Apoyarles más. Darles más. También solemos creer que podemos con todo. Por eso asumimos más responsabilidades. Más obligaciones. Más tareas. En cierto punto nos damos cuenta de que tenemos limitaciones. Entonces podemos sentirnos culpables. Nos sentimos culpables por no ser suficientes, no ayudar lo suficiente, no dedicar más tiempo y recursos…
Este tipo de culpa suele estar vinculada al desgate por empatía y al síndrome de burnout. En práctica, surge de una percepción distorsionada y la creencia de que nada de lo que hacemos es suficiente. Eso nos lleva a sacrificarnos constantemente y empujarnos más allá de nuestros límites hasta que terminemos exhaustos emocionalmente. Para lidiar con este tipo de culpa debemos asumir nuestras limitaciones como personas y comprender que toda entrega y sacrificio tiene sus límites. Para cuidar de los demás o hacer bien nuestro trabajo, primero debemos cuidar de nosotros.
5. Culpa del superviviente
Este tipo de culpa es particularmente resistente y difícil de eliminar. Es la que experimentan las personas que han sobrevivido a familiares y amigos en un accidente o desastre. No obstante, también pueden experimentarla quienes gozan de mejor salud que sus amigos o familiares o aquellos que llevan una vida mejor o más cómoda. La culpa del superviviente también puede torturar a las personas que creen que han tenido oportunidades inmerecidas en la vida en comparación con quienes no las han podido disfrutar.
En muchos casos este tipo de culpa conduce a las personas a comportamientos autodestructivos, por lo que es importante recordar que ningún «castigo» que nos impongamos puede deshacer el pasado. En cambio, debemos encontrar fuerza e inspiración en esas personas significativas que quizá no han tenido nuestras mismas oportunidades, pero probablemente querrían que las aprovechemos. O pensar en esas personas que ya no están a nuestro lado, pero seguramente querrían que fuésemos felices y aprovecháramos la vida.
La sutil línea que separa la culpa sana de la culpa neurótica
La culpa no es un sentimiento agradable. De eso no cabe duda. Sin embargo, no siempre es negativa. La culpa también tiene un componente adaptativo que es muy útil para las relaciones sociales.
Psicólogos de la Universidad de Nueva York manipularon los resultados de una prueba sobre los prejuicios raciales para que algunas personas se sintieran culpables por sus respuestas y descubrieron que esos participantes eran más propensos a tomar medidas positivas para reducir sus prejuicios.
Eso indica que la culpa actúa de dos maneras: al inicio puede hacernos sentir mal y desalentarnos a repetir el comportamiento que nos hizo sentir culpables, pero también puede fomentar un comportamiento positivo, enfocado en reducir ese sentimiento de culpa. La culpa puede ayudarnos a crecer como personas.
Ese tipo de culpa es adaptativa. La culpa sana es la que experimentamos cuando le hacemos daño a alguien o nos arrepentimos de un error. Tiene una causa identificable y genera un arrepentimiento genuino. Por tanto, nos anima a subsanar el daño y evitar que vuelva a suceder. Nos sentimos responsables y deseamos recomponer la relación. En esos casos, la culpa también actúa como un pegamento social que garantiza la convivencia.
Sin embargo, a veces no podemos reparar el daño o dar marcha atrás para evitar el error. Cuando no podemos compensar nada, pero seguimos sintiéndonos responsables, la culpa se exacerba. En esos casos podemos hacer referencia a una culpa neurótica que puede terminar siendo patológica.
La culpa neurótica también se produce cuando los sentimientos asociados a esta no están vinculados a una causa específica. Sentimos la culpa como una carga pesada, aunque objetivamente no tenemos responsabilidad en lo ocurrido. Entonces la vida se convierte en una pesadilla porque dejamos de sentir culpa para sentirnos culpables. La culpa permea por completo la imagen que tenemos de nosotros mismos y comenzamos a sentirnos indignos e inadecuados.
Por supuesto, es difícil vivir completamente libres de culpa, pero podemos mantener este sentimiento dentro de unos límites saludables que podamos gestionar. La culpa puede ayudarnos a comprendernos mejor y cambiar algunas de nuestras actitudes o creencias erróneas. Sin embargo, si permitimos que crezca, puede terminar consumiéndolo todo.
Fuentes:
Amodio, D. M. et. Al. (2007) A dynamic model of guilt: implications for motivation and self-regulation in the context of prejudice. Psychol Sci; 18(6):524-30.
Chiang, T. & Barret, K. C. (1989). A cross-cultural comparison of toddlers’ reactions to the infraction of a standard: A guilt culture vs. a shame culture. Meeting of the Society for Research in Child Development, Kansas City, MO.
Grinder, R. E. & McMichael, R. E. (1963) Cultural influence on conscience development: Resistance to temptation and guilt among samoans and american caucasians. Journal of Abnormal and Social Psychology; 66(5): 503-507.
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