
Para aquellos que no lo conocen, Vaslav Nijinski fue el más famoso de los bailarines rusos. Hoy se le considera uno de los bailarines más talentosos de todo el mundo ganándose el epíteto de “Dios de la Danza” y de precursor del ballet moderno. Su historia fue bastante desconcertante: enfermó rápidamente y mantuvo su estado psicótico durante varias décadas. En este tiempo de locura fue asistido por prestigiosos psiquiatras de la época que no lograron hacer remitir sus síntomas (entre los más famosos se hallan el mismo Freud, Bleuer, Jung y Adler) pero un buen día (como consecuencia de un encuentro inesperado) Vaslav recupera parte de su cordura y a partir de ese momento es capaz de llevar una vida bastante «normal» hasta su muerte.
Vaslav nació en el 1890 o 1889 (la fecha precisa se desconoce) siendo el segundo hermano de una pareja que crió tres hijos. Su ambiente familiar, si bien resultaba bastante incitador en lo que al baile se refiere dejaba mucho que desear en otros aspectos: su madre sufría crisis depresivas recurrentes, su hermano mayor realizó un intento de suicidio a muy temprana edad y fue finalmente recluido en un centro mental y el padre terminó por abandonar a los restantes dos hijos con una madre no muy equilibrada.
Así, Vaslav pronto se enfrentó a su rol de sostenedor del hogar pues a los 17 años ya era un bailarín reconocido y aclamado en su país. Sostuvo por esas fechas varias relaciones homosexuales con hombres mucho mayores (relaciones en las cuales Freud vio el intento de recuperar la figura paternal perdida) pero posteriormente se casó y tuvo una niña. Su matrimonio no sería muy feliz no solo por las características personológicas de su esposa sino también porque sus relaciones sexuales no resultaban del todo satisfactorias. El mismo Vaslav reconoció en sus diarios que, entrando en plena adolescencia para lograr excitarse debía mirar su propio cuerpo; en sus palabras: «me convertí en objeto de mi propio deseo». ¿El inicio de un trastorno narcisista que desembocaría en problemas aún mayores?
A finales de 1917, comenzaron a recrudecerse sus ideas paranoicas, pensaba que el resto de las personas que le rodeaban le tenían envidia y animadversión, que deseaban matarlo o causarle algún daño para impedirle bailar. (Vale aclarar que parte de este miedo e ideas paranoicas se sustentaba en una jugarreta de la que fue victima cuando era pequeño. Sus compañeros le tendieron una trampa que le condujo a una semana en estado de coma y a un año de convalecencia hospitalizada, desde entonces se mostraría receloso de los demás y con miedo a la muerte).
Entonces comenzó a vivir un período de vagabundeo por la ciudad, respondía violentamente ante los acercamientos de las personas, hablaba con amigos imaginarios y llevaba una cruz a cuestas afirmando que era Dios. También comenzó a trabajar en crear un lenguaje escrito para la danza, algo totalmente complicado y sin sentido para cualquiera que lo viese.
A los 28 años comienza a tocar fondo y entran en escena grandes especialistas de la psiquiatría. El primero en tratarlo fue Bleuer, el mayor conocedor del trastorno esquizofrénico de la época no titubeó en su diagnóstico: la mente de aquel hombre estaba “dividida”, probablemente de forma incurable.
Posteriormente fue llevado a la institución psiquiátrica más exclusiva de toda Europa: Kuranstalt Belleveue, donde le atendería el propio Ludwing Binswanger (especialista en tratar con personas creativas e inestables). Binswanger intentó darle cierta orden a aquella mente caótica utilizando los tratamientos psicológicos más modernos pero como toda respuesta obtuvo crisis catatónicas más fuertes y violentos cambios de humor que terminaban en episodios maniacos.
Entonces caería en manos de Manfred Sakel, el conocido inventor de la terapia por choque insulínico, tratamiento que tampoco reportó ninguna mejoría al paciente.
Posteriormente pasó por Freud, quien después del diagnóstico afirmó que la terapia psicoanalítica poco podría hacer. Ante el pesimismo freudiano, no había otra opción que caer en brazos de la confianza y esperanza que en ese entonces brindaban los humanistas. Alfred Adler le atendió y concluyó que su problema radicaba en un complejo de inferioridad. Evidentemente, aquel diagnóstico andaba bastante desacertado (con el perdón y mis consabidos respetos hacia Adler).
El último de los psiquiatras reconocidos que tuvo entre sus manos la historia de Vaslav fue Jung, quien declinó (de forma más rápida que Freud) brindarle un tratamiento.
Al final de tantas opiniones divergentes, la mayoría muy pesimistas en relación con el curso de la enfermedad, Vaslav se sumió en los delirios, hablaba sin que se le entendiese, se volvió más agresivo (en una oportunidad intentó matar a su mujer) y perdió toda inhibición ya que solía masturbarse cuando le viniesen ganas, independientemente de dónde o quién estuviera delante.
Cuando todos le daban por perdido, en marzo de 1945 escapó de la institución mental donde se encontraba internado y por las calles se encontró con unos soldados rusos que le reconocieron inmediatamente. Cuando Vaslav escuchó su idioma natal y las muestras de afecto de aquellas personas cobró vida. En los días siguientes se reunió con los soldados con los cuales conversó, cantó y les mostró su arte: volvió a bailar. Parecía sereno, relajado e incluso feliz.
Posteriormente regresó con su esposa y se trasladaron a Inglaterra donde abandonó todo tratamiento psiquiátrico ya que la mayoría de los síntomas habían remitido, solo continúo experimentando insomnio e irritabilidad.
Lo más curioso de este caso, no es tanto su curación pues ya sabemos de otras personas aquejadas de esquizofrenia que se han recuperado, sino el hecho de haber pasado por tantas “manos especializadas en la mente humana” y que ninguna fuese capaz de adentrarse en el origen del trastorno, en un posible tratamiento ni pudieran vislumbrar una curación cercana.
Fuente:
Kottler, J. A. (2007) Divina Locura. Madrid: Kailas.
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