De Aquiles a Hércules, de Jasón de Tesalia a Heracles, para los antiguos griegos, los héroes eran personas que lograban cosas increíbles movidos por una enorme tenacidad. Hoy diríamos que eran personas proactivas y seguras de sí mismas que tomaban las riendas de su destino. Los antiguos romanos también compartían esa visión.
El héroe tiene un papel activo. Nadie se convierte en un héroe solo por sufrir pasivamente los embates de la vida. Y, sin embargo, en los últimos 70 años algo ha cambiado: hemos dejado de identificarnos con el héroe de la historia para convertirnos en víctimas. Y eso tiene una influencia enorme a nivel social e individual.
De la corrección imprescindible a la sobrecorrección desnortada
La filósofa estadounidense Susan Neiman considera que en los últimos tiempos la narrativa se ha enfocado mucho más en las víctimas, que generalmente habían sido las grandes olvidadas. Sin duda, al inicio era algo positivo, sobre todo teniendo en cuenta que muchas veces las víctimas quedaban fuera de la lente, a pesar de ser las que más sufrían.
Según Neiman, a mitad del siglo XX nos dimos cuenta de que estábamos dejando fuera de la historia a mucha gente. Al mismo tiempo, muchas personas comenzaron a reconocer su papel de víctimas – y algunas también se dieron cuenta de las ventajas de identificarse como miembro de un grupo históricamente oprimido (de todo hay en este mundo, hay que decirlo).
En aquel momento, poner a las víctimas en el centro del discurso equivalía a reconocer un error y llenar una laguna. Era justo y necesario. Así los focos de atención pasaron en gran parte del héroe a las víctimas. El problema es que en cierto punto, la tendencia a enfocarnos en las víctimas también se nos ha ido de las manos, según Neiman, lo cual conduce a un proceso de “sobrecorrección” que se aleja cada vez más de la igualdad y la justicia que se pretende alcanzar.
La sobrecorreción actual destila poder, de manera que en muchos casos la victimización se ha convertido en una fuente de autoridad, de acuerdo con Neiman. De esa forma, las fuentes y voces autorizadas son cada vez más aquellas que refuerzan el papel de víctimas y enfatizan esa identidad grupal. Todo lo que se aleje de ese discurso – aunque realmente empodere a las víctimas para que sean algo más – se intenta silenciar.
Ser víctimas no es una virtud – y cuanto antes dejemos de serlo, mejor
De cierta forma, quien se identifica como víctima es porque – consciente o inconscientemente – busca una reparación del daño causado. Y es justo que así sea. Nos resulta más fácil perdonar, sanar y seguir adelante cuando recibimos una disculpa auténtica, notamos un arrepentimiento real de quien nos ha herido o agraviado y obtenemos una promesa de que no volverá a ocurrir, como demostró un estudio realizado en la Universidad Estatal de Ohio.
Sin embargo, el rol de víctimas no debería expandirse hasta ocupar toda nuestra personalidad. Haber sufrido nos marca, pero no debería definirnos como persona. Caer en el victimismo crónico no es la solución. Cada quien debería aspirar a ser mucho más que la etiqueta de «víctima» con la que la sociedad lo identifica.
Cuando eso no ocurre, a menudo la persona o el grupo que se reconoce como “víctima” absoluta, puede pensar que su sufrimiento lo ensalza y coloca por encima de los demás, dándole derecho a sentirse superior y a disponer de los otros. A menudo, esa actitud solo perpetúa el ciclo perverso de poder en el que la víctima inicial pasa a intentar someter a otros, que se convertirán a su vez en víctimas secundarias.
En este sentido, las investigaciones han señalado que existe una tendencia entre los grupos históricamente victimizados a enfocarse en sus propios intereses y preocuparse menos por los derechos de los demás, lo que a menudo da lugar a lo que se conoce como “conciencia de víctima exclusiva”. O sea, esas personas piensan que su historia es la más grave e incomparable, lo cual les impide reconocer el sufrimiento ajeno e incluso el dolor de otras víctimas si estas han vivido circunstancias diferentes.
También conocemos que algunos de los niños, adolescentes o jóvenes que acosan a los demás, fueron víctimas ellos mismos de acoso o maltrato en otras etapas de su vida. Eso significa que esas personas se quedan atrapados en el patrón víctima-acosador. Y si nos quedamos atascados en esos guiones reduccionistas, no podremos crecer – ni a nivel individual ni como sociedad.
Obviamente, no se trata de borrar o ignorar a las víctimas. Es necesario reconocerlas y no vivir esa situación como una vergüenza que genere culpa. Pero también es necesario ser conscientes de que todos – en alguna medida – somos víctimas de alguna injusticia. Hay injusticias mayores y menores, daños inmensos y otros más limitados, pero la victimización no debería ser algo que arrastremos por toda la vida o, al menos, no debería ser algo que nos defina.
Ser víctimas es una circunstancia, no una virtud. Se convierte en virtud cuando logramos superarlo y volvernos más fuertes. Cuando integramos esa experiencia – ya sea individual o social – en nuestra historia vital, junto a las demás. Como dijera Carl G. Jung, debemos asegurarnos de no ser lo que nos sucedió, sino lo que elegimos ser. Y hasta que no entendamos eso, estamos destinados a repetir la historia en bucle, ya sea en nuestro pequeño ámbito personal o a nivel social.
Referencias Bibliográficas:
Sharvit, K. & Kremer-Sharon, S. (2022) Everybody hurts (sometimes): The role of victim category accessibility in prosocial responses towards victimized outgroups. Br J Soc Psychol; 62(1): 322–341.
Lewicki, R. J. et. Al. (2016) An Exploration of the Structure of Effective Apologies. Negotiation and Conflict Management Research; 9(2): 177-196.
Neiman, S. (2010) Victims and Heroes. The Tanner Lectures on Human Values: Michigan University.
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