
Imagina la escena por un momento: atardecer perfecto. El cielo es una mezcla de naranjas, rosas y morados, el aire huele a sal y hay una brisa fresca que te hace entrecerrar los ojos para saborear el momento. Pero, de repente… ¡Pum! Tu cerebro entra en modo “emergencia disfrute”.
Te dices que tienes que recordar ese momento tan mágico para siempre. Te preguntas si estás disfrutándolo a tope… Haces una foto. Y luego otra. Y otra… Así, sin darte cuenta, has convertido una experiencia mágica en una misión de alto rendimiento emocional.
La trampa del coleccionismo existencial
Viajamos, pero pasamos más tiempo ajustando el filtro de la foto que mirando el paisaje. Vamos a un concierto, pero lo vemos a través de la pantalla del móvil. Nos decimos «esto hay que grabarlo para el recuerdo», pero recuerdo es el nuestro forcejeando con el modo vídeo…
Ni siquiera es nuestra culpa – o al menos no del todo. Vivimos en la era de la eficiencia emocional: cada momento debe ser único, cada experiencia tiene que ser inolvidable y, si no sacamos un recuerdo épico o una foto perfecta para subir a las redes, parece que lo estamos haciendo mal. Hay una tendencia muy extendida a convertir experiencias bonitas en estresantes, como si quisiéramos hacer acopio de vida.
Sin embargo, ¿sabes lo que pasa cuando intentas embotellar la vida como si fuera una mermelada casera? Que pierdes el sabor auténtico del momento. Es como si quisiéramos encapsular la esencia de una tarde perfecta para poder abrirla en cualquier otro momento y volver a sentir lo mismo. Pero la vida no funciona así: cuando intentas meterla dentro de un frasco, lo único que consigues es que pierda su frescura.
Esa especie de fiebre contemporánea por archivar todo para hacerlo memorable, lo denomino “síndrome del acaparador de recuerdos”. Curiosamente, conduce a una “paradoja del disfrute” porque cuanto más intentamos asegurarnos de que el momento sea perfecto y de atesorarlo en nuestra memoria, más lo transformamos en una tarea, casi un proyecto emocional. Cuando intentamos atesorar los momentos, estos se nos escapan y nos quedamos con un tesoro vacío entre las manos.
De hecho, ¿recuerdas esas veces en que una conversación inesperada o una comida sencilla se convirtieron en lo mejor del día? Fue porque no había presión para convertirlo en algo memorable.
La vida pasa, nos guste o no, y cuanto más intentamos acapararla, más se nos escapa de las manos, como la ocurría a las míticas Danaides, condenadas por la eternidad a llenar de agua vasijas agujereadas.
¿Por qué sentimos la necesidad de acaparar momentos?
El deseo de acumular experiencias memorables sienta sus raíces en dos tipos de miedos muy extendidos, aunque poco reconocidos:
- Miedo a la fugacidad. Somos conscientes de que el tiempo pasa, y eso nos aterra. Pensamos en el futuro constantemente, lo que a menudo arruina nuestro presente. Ese intento de “congelar” momentos es una estratagema psicológica para engañar simbólicamente a la muerte.
- FOMO. Es una sensación de aprensión generalizada por la posibilidad de que otros puedan estar viviendo experiencias más gratificantes que las nuestras. Es el temor a perdernos alguna experiencia positiva, lo que nos empuja a querer estar e inmortalizarla.
Por supuesto, el entorno en el que nos desenvolvemos también pone su granito – o montaña – de arena alimentando ese síndrome del acaparador de recuerdos:
- Presión social. En las redes sociales, nos exponemos a una avalancha de momentos perfectos, sonrisas brillantes y experiencias intensas que parecen decirnos que nuestras vidas son aburridas en comparación. Como resultado, queremos acumular recuerdos para sentir que también vivimos al máximo.
- Hiper optimización. En la cultura del sobreesfuerzo y la autoexplotación, creemos que, si no “exprimimos” cada experiencia al máximo, estamos fallando. Obsesionados por optimizarlo todo, incluso nosotros mismos, también queremos aprovechar cada segundo de la vivencia, aunque a menudo eso signifique añadir una presión completamente innecesaria.
El lado oscuro del síndrome del acaparador de recuerdos
Intentar acumular experiencias tiene un coste emocional importante. Nos vuelve hipercríticos con nuestras propias vivencias. Por consiguiente, si no están a la altura de nuestras elevadas expectativas, sentimos que hemos fracasado.
Además, estar tan pendientes de conservar el momento para el futuro nos roba la capacidad de disfrutarlo en el presente. Es como si estuviéramos tan ocupados en la posproducción mental que olvidamos el rodaje.
De hecho, los estudios psicológicos indican que cuando estamos preocupados por grabar, fotografiar o incluso narrar una experiencia, nuestro cerebro registra menos detalles y la memoria se vuelve más difusa.
Esto se debe a que las emociones a menudo actúan como potentes «pegamentos» en la memoria. La amígdala, el centro emocional por excelencia, trabaja en cooperación con otras zonas del cerebro para fijar las experiencias. Sin embargo, cuando nos preocupamos por tener el ángulo o la iluminación perfecta, la intensidad de las emociones positivas disminuye, lo cual termina debilitando el recuerdo.
Cuando nos obsesionamos con inmortalizar los instantes, caemos en una especie de coleccionismo existencial y olvidamos algo fundamental: vivirlos. Y si no los experimentamos, no dejarán huella en nuestro cerebro. Es como si, al enfocarnos en conservar el momento, sacrificáramos parte de su esencia. Irónico, ¿no?
La sabiduría de aceptar que no se puede hacer acopio de vida
Muchas veces el temor a no disfrutar lo suficiente o la presión por aprovechar una experiencia al máximo termina siendo lo que alimenta ese síndrome del acaparador de recuerdos. Por tanto, nos vendría bien cambiar el chip y dejar de coleccionar momentos como si fueran cromos de una vida perfecta.
Aceptar la fugacidad de la vida es un acto de madurez psicológica. Es reconocer que lo importante no es archivar todo, sino aprender a fluir con lo que llega. En lugar de acumular momentos, solo debemos asegurarnos de estar plenamente presentes cuando ocurren y soltarlos cuando terminan.
Es más fácil decirlo que hacerlo. Lo sé. Pero si bajamos un poco más la guardia y permitimos que las cosas pasen sin obsesionarnos con el resultado, quizá podríamos captar mejor su esencia. Esa es la diferencia entre sentarse a observar una puesta de sol e intentar capturar cada matiz de color en la cámara. La primera experiencia la vives, la segunda la archivas.
Quizás ahí radique el secreto de la verdadera felicidad: soltar la necesidad de control, dejar de embotellar el tiempo y simplemente fluir con lo que la vida nos pone delante. Al final, los mejores momentos no necesitan ser inmortalizados, sino vividos.
Referencias:
Lurie, R. & Westerman, D. L. (2021) Photo-Taking Impairs Memory on Perceptual and Conceptual Memory Tests. Journal of Applied Research in Memory and Cognition; 10(2): 289-297.
Tyng, C. M. et. Al. (2017) The Influences of Emotion on Learning and Memory. Front. Psychol.; 8: 10.3389.
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